miércoles, 29 de octubre de 2008

Un mundo pinchado

Mucho me temo que escenas como ésta pasarán a formar parte del paisaje urbano de nuestras ciudades más de lo habitual.
Desconozco la historia de este buen hombre. Bien pudiera ser la de un padre de familia que, después de pasarse el día buscando trabajo en vano, ahogó sus penas en un cartón de vino para quedarse dormido en el patio de los Naranjos, muy cerca de la Giralda. Grandezas y miserias humanas.
Ojalá me equivoque, pero no vamos bien. Hemos creado una sociedad materialista a la misma velocidad que destruimos valores fundamentales. Materialista y global. No sé si global viene de globo pero, desde luego, éste está pinchando y se va deshinchando (quién sabe hasta dónde).
Y el asunto se nos ha ido de las manos. Lo que está ocurriendo (y lo peor está por llegar) ni siquiera es un castigo divino, sino una pésima gestión de nuestros recursos, naturales, económicos y humanos.
De esto no podemos echar la culpa a los gobernantes. Al fin y al cabo, suelen ser personas mediocres, con escasa preparación, que hacen lo que pueden -que no es mucho-como jugar al Monopoly con dinero de mentira hasta endeudarse (perdón, quería decir endeudarnos) de verdad.
Tampoco tienen culpa quienes les votan. No hay dónde elegir.
Ni siquiera son culpables lo que estando capacitados para mayores empresas, dan la espalda a la sociedad, refugiándose en su individualidad ante tanto despropósito. Jamás podrán liderar masas que les lleven al poder, a un poder que no quieren porque ningún sabio quiere el poder.
El culpable es el de siempre: el sistema. Lo malo es que no sé qué diablos significa realmente, ni cómo hemos llegado a él. ¡Ah, sí! La pérdida de valores. Ahora no tengo tiempo de buscar en el diccionario pero creo que algunas palabras de castellano antiguo ya estarán retiradas por caducidad: educación, honor, humildad, esfuerzo, solidaridad, urbanidad… (ésta última, fijo).
Más tarde o más temprano no nos quedará otro remedio que hacer caso a los sabios (los que no mandaban) de la Grecia clásica -desde entonces, apenas hemos aprendido nada nuevo- cuando recomendaban abandonar los grandes caminos para buscar los senderos… si antes no nos hemos cargado del todo este tinglado.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Un día de lluvia

Hoy llueve en Sevilla. Me gustan los días de luz, siempre y cuando no apriete el calor, pero adoro la lluvia. Quizás sea porque cuando regresa la infancia en forma de recuerdos, una parte de lo que llevamos dentro se siente como en casa.
Una foto, el regreso de un amigo, una película… un día de lluvia nos devuelve, de forma efímera, a ese lugar del que nunca quisimos salir. Para mí la lluvia es una máquina del tiempo que transporta mi mente a los días grises de Bilbao o de Portugalete.
Desde entonces me ha costado cobijarme bajo un paraguas. Parece que cuando uno es niño no lo necesita. Por eso, cuando la responsabilidad me invade más de la cuenta, sencillamente salgo a la calle un día como éste, miro hacia arriba y permito que el agua arrastre mi estrés hasta el mar.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Flamenco

Nunca fui especialmente aficionado al flamenco. No obstante, a veces disfruto con él. Y como en todos los disfrutes, siempre se recuerda la primera vez. Sucedió en Granada. No, no basta con decir Granada. Debo ser más preciso. Sucedió en una cueva del Sacromonte. Llegué empujado por un amigo pintor, que me integró en un grupo donde no conocía a nadie. Así como fue como siete u ocho personas nos sentamos alrededor de una mesa, a la luz de las velas.
A eso de las dos de la madrugada, después de alguna que otra copa (creo que la mayoría tomaba vodka con lima), el tipo que estaba a mi izquierda se pone a cantar (o se arranca que es lo mismo, pero más propio). En diez segundos provocó que mi vello se erizara. Nunca antes había oído a nadie con tanto sentimiento en la voz, ni con tanta fuerza a la hora de transmitirlo. Disfruté con el flamenco como no creí que uno de Bilbao pudiera hacerlo. ¡Ah! Por cierto, ese tipo se llamaba Enrique Morente. Por supuesto que hasta aquel momento no tenía ni repajolera idea de quién era.
Desde entonces, así es como me gusta el flamenco: poca gente, luz tenue, avanzada la madrugada en un pequeño local y un cantaor dejándose la garganta y el alma en el empeño.
No es fácil… lo sé. Sin embargo, a veces esta magia se deja caer por una tabernita del Arenal de Sevilla. Esta foto corresponde a uno de esos momentos en los que el espontáneo cantaor, además se marcó un taconeo. Uno de esos momentos en los que resulta imposible no amar el flamenco.

miércoles, 8 de octubre de 2008

El Hospital de la Caridad

Sin duda, el Hospital de la Caridad es una de las joyas más desconocidas de Sevilla. Imposible encontrar un barroco más puro en tan reducido espacio. Posiblemente este conjunto constituya la cumbre del barroco español.
Su capilla en honor de san Jorge es una maravilla arquitectónica que alberga, a su vez, obras artísticas de enorme valor. Los principales imagineros, pintores y retablistas de la época participaron en la creación de un espacio único, que no deja indiferente a quien lo conoce.
Entre sus paredes aún se puede sentir el afán de Murillo, de Simón Pineda, de Valdés Leal o de Roldán en plasmar el empeño de don Miguel de Mañara en hacer ver la estrecha línea que separa la vida de la muerte.
Supongo que cada novela tiene un lugar que la inspira... si yo no hubiera conocido el Hospital de la Caridad, tampoco hubiese escrito “La sangre de los crucificados”.
Pero el Hospital de la Caridad es más que un edificio repleto de arte.
Durante la última Feria del Libro tuve la oportunidad de acudir junto a algunos de mis lectores. En una de las visitas sucedió algo casi mágico: entrábamos charlando y al llegar al patio que se ve en la foto el grupo, compuesto por más de cincuenta personas, enmudeció. El murmullo del agua, brotando de las fuentes, ponía música a un silencio provocado por la admiración.
Durante un efímero instante, creo que todos sentimos una tremenda paz interior.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Villalpando

Para los que vivimos en las grandes ciudades es una suerte tener pueblo, un lugar donde ir (por no decir huir); donde quitarte el traje y los atavismos; donde pasear por el campo para contemplar una puesta de sol imposible: donde jugar al mus; donde olvidarte del mundo frente a una chimenea mientras tu mente baila con las llamas; donde levantarte por la mañana, ¡cuando ya es de día!, comprar una chapata en la panadería y meterte dos huevos fritos entre pecho y espalda para desayunar. Un lugar en el que tus amigos siempre están ahí, aunque hayan transcurrido meses o años sin haberlos visto. Un lugar donde evocar tiempos pasados...
Si bien yo soy vasco, ese lugar para mí se llama Villalpando. Villalpando es un pueblo, de la provincia de Zamora, forjado por la historia. Ahora es pequeño, pero aún guarda monumentos de sus tiempos pretéritos de esplendor. Sus fiestas cuentan con una larga tradición taurina.
Yo no soy especialmente aficionado a los toros; sin embargo, antes corría en los encierros. Ya las facultades no son las mismas y uno empieza a ser consciente de sus limitaciones. Aún así, de vez en cuando me juego el tipo por una foto. Sé que es una estupidez. No creo que sea por la foto en sí sino por autoconvencerme de mi valentía y de que mi juventud no ha muerto del todo. Lo dicho: una estupidez.