miércoles, 27 de mayo de 2009

Un extraño en El Rocío

Hay fenómenos sociales y religiosos en los que resulta casi imposible no opinar y tomar partido; en ellos la objetividad es difícil de alcanzar porque, a lo mejor, no existe. Supongo que cada persona que ha visitado la Ermita en el término municipal de Almonte durante la peregrinación o ha hecho parte del camino, tiene una historia diferente, una visión y una forma de contarla. La mía, simplemente, es una más.
Es complicado conocer la causa real por la que El Rocío, durante unos días de mayo, se convierte en la tercera ciudad en población de nuestro país, después de Madrid y Barcelona, albergando a más de un millón de almas. No es sólo la fe lo que lleva a cientos de miles de personas a manifestar su fervor simultáneamente. Es algo más. Quizás es que ese fervor es contagioso, quizás sea el afán de exteriorizar un amor exacerbado por la Virgen o quizás sean las ganas de pasarlo bien junto a un grupo de amigos que tienen en común ese sentimiento. Supongo que cada uno de los rocieros tendrá su propio motivo para hacer el camino y llegar a la Ermita a tiempo de asistir a la procesión en la madrugada del Lunes de Pentecostés, festividad de la Venida del Espíritu Santo. Como sabemos, al Espíritu Santo se le simboliza con una paloma, de ahí que a la Virgen del Rocío se le llame también Blanca Paloma.
Lo cierto es que al margen de creencias religiosas, la romería de “El Rocío” en una manifestación llena de colorido y de alegría. Las sevillanas rocieras jalonan el recorrido de Hermandades, Asociaciones y romeros que parten de todos los puntos cardinales de nuestra geografía para honrar a la Virgen que guía su camino no sólo durante esos días. Uno de los recorridos más bonitos es el que hacen las Hermandades de Cádiz, cruzando el Guadalquivir en barca desde Sanlúcar de Barrameda y atravesando el Coto de Doñana hasta llegar a la Ermita.
Una mañana en que las campanas de la Giralda repicaban alegres, me topé casualmente con la salida de la Hermandad de Sevilla, que partía hacia el Rocío. Las explanadas de la catedral estaban tomadas por carretas con bueyes, rocieros y curiosos que presenciaban el espectáculo. Me llamó la atención la tremenda alegría que desprendían los rostros de los que se iban. El colorido, la emoción y la fiesta era la manera de expresar la devoción de los peregrinos. Lo que vi esa mañana, me animó a dar un paso más y acercarme a los pocos días a uno de los lugares más emblemáticos para los romeros que llegan a la Aldea desde el norte: el paso del río Quema.
Durante varios años había visto imágenes en televisión de bueyes y carretas atravesando el pequeño río pero no se parecían en nada a lo que me encontré. Cuando llegué, caía el sol de la tarde y la carreta que llevaba el simpecado estaba en medio del río. Cientos de personas expectantes se habían congregado a ambos márgenes. El silencio contenido se transformó en aplausos cuando los bueyes tomaron impulso para salir del agua y subir la pequeña pendiente de la orilla. Entonces fue pasando el resto de la comitiva; carretas, caballos y caminantes fueron atravesando el río, acariciados por los últimos rayos de sol. Me llamó la atención que muchos de los rocieros, cuando llegaban a la otra orilla, rompían a llorar. Pensé que el Quema tenía poco agua y que era relativamente fácil cruzarlo y mi ignorancia no me ayudaba a comprender el por qué de tantas lágrimas, así que no tuve más remedio que preguntar a uno de los romeros que parecía más tranquilo. “Es la emoción por estar más cerca de la Virgen” –contestó. Y es que el Quema es la frontera que delimita los dominios de la Virgen del Rocío y los romeros sienten que está próximo el momento de reunirse con ella. El río, en ese momento, era otra explosión de color y emoción: rocieros con los rostros cansados y los pies mojados, caballos y jinetes a contraluz, niños de raza gitana bañándose, “bautismos” de personas que hacían por primera vez el camino...
Mientras volvía caminando hacia donde estaba mi coche, había gente cantando y bailando, otros buscaban un lugar para acampar y algunos comían. Uno de estos grupos me invitó a cenar sin conocerme de nada y compartí con ellos ensaladilla y filetes empanados que a esa hora me supieron a gloria. Desde luego, es digno de elogiar el espíritu de solidaridad que impera entre los romeros.
A la vuelta, pensé que el siguiente paso que tendría que dar era acudir al momento cumbre de la Romería: la procesión en la madrugada del domingo al lunes que daba comienzo con el salto de la reja por parte de los almonteños. Aparqué bastante lejos de la Aldea y me dirigí andando hacia la Ermita guiado por la luz que desprendía. La arena de las calles y los caballos atados a las puertas de las casas provocaban la sensación de estar en un pueblo del Oeste americano. Miles de personas hacían la misma ruta que yo. Algunas rezaban, otras bebían, otras encendían bengalas de colores... Llegué a la iglesia sobre las doce, había bastante gente pero se podía entrar sin demasiados agobios; algunos almonteños ya estaban abrazados a la pequeña valla de poco más de metro y medio que separaba el atrio del altar donde estaba la Virgen bajo palio en su paso, mirando a los jóvenes entre alegre y temerosa. No en vano, faltaban pocas horas para que algunos de los que allí estaban, “saltaran la reja” porque les fuera imposible contenerse durante más tiempo para sacar a la Blanca Paloma en procesión.
Fueron pasando los minutos con lentitud; sobre las dos la Ermita estaba totalmente abarrotada y yo no podía ni levantar los brazos. Algunos de los mozos que estaban junto a la valla hacían conato de saltarla pero eran agarrados inmediatamente por otros que lo evitaban. A esas horas el calor era insoportable y la humedad provocada por el sudor y las marismas era asfixiante; un desasosegante vaho cubría el recinto como si fuera un invernadero a punto de reventar. Empecé a preocuparme ya que faltaba agua, aire y espacio vital. Me preguntaba quién me había mandado meterme en semejante berenjenal si yo no era devoto, ni había hecho ninguna promesa ni nada. Algunos jóvenes empujaban a todo el mundo con métodos que rozaban la violencia para hacer sitio al paso de la Virgen. Otro de ellos por fin saltó sobre las tres y diez. Los gritos de júbilo dentro de la iglesia contagiaron al millón de personas que había fuera que también gritaron. En ese momento, una bocanada de gente fue expulsada por las puertas laterales y aproveché para salir entre hombres fuertes que caían desmayados por el cansancio, el agobio y la emoción.
Me congratulé por haber salido vivo de aquella situación. La brisa de la marisma me refrescó rápidamente pero el dolor en las costillas me duró semanas. Pensé que, desde luego, era un milagro de la Virgen que no le pasara nada grave a nadie. Fueron unas intensas horas, dentro de la Ermita, que como experiencia estuvo bien pero que no estoy dispuesto a repetir. Ya no tuve fuerzas para quedarme a ver la Procesión, quizás este año...
Cientos de miles de personas viven experiencias y situaciones distintas, similares o diferentes a la mía, en un escenario en el que los actores desempeñan papeles marcados por su condición humana pero en el que el telón de fondo está revestido de una tremenda religiosidad.

2 comentarios:

Andrés Pérez Domínguez dijo...

A mí no me gusta el Rocío, Félix. Pero nada. Haberte criado en el Aljarafe y que no te guste el Rocío es jodido. Las carreteras se cortan, hay un montón de ruido, cohetes, y mucha gente que bebe más de la cuenta. El Rocío es la fiesta del Sur que menos me gusta, qué le vamos a hacer.
Un abrazo,

Félix G. Modroño dijo...

Pues sí que tiene que serlo, Andrés. Pero en general creo que a los que somos felices juntando letras en silencio y con la luz justa, no nos va mucho el rollo ese de los mogollones y el ruido. Y si encima rozan el fanatismo... no entiendo esas explosiones de alegría desbordada y multitudinaria. Otro ejemplo: ayer me alegré con la victoria del Barca, pero eso de echarse a la calle como si fuera lo mejor que les pasa en la vida... lo triste es pensar que quizás es lo mejor que les ha pasado en la vida.