No estoy demasiado seguro de que lo estemos haciendo bien en cuanto a fomentar la lectura entre los que no tienen ese hábito.
Y quizás la culpa la tengamos, precisamente, quienes la amamos.
Son los profesores de literatura los que obligan a los niños pequeños a leer “Platero y yo”, sólo porque habla de un burrito; o los que hacen creer a los quinceañeros que si no les gusta “El Quijote”, obra cumbre de la literatura hispana, son unos zopencos.
Y yo me pregunto por qué, antes de exigirles que lean “La vida es sueño” no les introducen en las novelas de Laura Gallego o Care Santos, por ejemplo.
También “culpo” a los críticos y a los periodistas culturales ya que, con frecuencia, nos recomiendan libros de difícil comprensión que puede ser que sean de su gusto pero, desde luego, no del de la gran masa de potenciales lectores. Yo mismo, que considero que mi nivel de lectura no es inferior al de la media, en estos días me he visto incapaz de terminar con un “novelón” muy recomendado por algunos de estos periodistas.
Por supuesto, tampoco nos libramos de “culpa” los escritores. Y por varios motivos. Algunos porque deliberadamente escriben para minorías, pensando en ganar algún día el Premio Nobel, tratando de evidenciar su erudición o su capacidad de crear expresiones imposibles aunque, para ello, tengan que trasladarse en el tiempo y en el espacio en el mismo párrafo o se atrevan a incluir en los diálogos frases de personajes que ni siquiera estén presentes en la conversación. Y otros porque cuando en una entrevista se les pregunta por sus autores favoritos, siempre responden con nombres extranjeros imposibles de pronunciar o con hispanos muertos. Como si reconocer a Pérez Reverte o a Eduardo Mendoza careciese de glamour literario.
Lo que parece claro es que existe una fractura entre lectores y no lectores. Acabo de leer en un periódico que los no lectores piensan que los que leen son unos engreídos y estos, a su vez, consideran a los otros unos cabezas huecas.
Pero aún estamos a tiempo de conseguir que aquellos que jamás han disfrutado con la lectura, descubran el sosiego que proporciona y evitar que su imaginación se siga anquilosando frente a una pantalla (sea de un móvil, de un ordenador o de una televisión).
Por fortuna, hay lecturas para todos los gustos: ensayos, biografías, novelas de aventuras, de terror, de amor, de intriga… Mi consejo es que, si no saben qué leer y tienen el gusanillo de hacerlo, acudan a su librero más próximo (no vale con que sea un mero vendedor de libros) y tras contarle sus gustos o sus aspiraciones, se dejen recomendar. Los que las frecuentan, lo saben: las librerías son un oasis de paz dentro de la vorágine de la ciudad.