sábado, 17 de marzo de 2012

Una historia del Athletic

Últimamente los del Athletic andamos bastante contentos. En Bilbao, y yo diría que en toda Bizkaia (denominación oficial desde el 7 de julio de 2011), da igual que te guste o no el fútbol: ser vizcaíno implica ser del Athletic.
Desde el jueves ando dándole vueltas para contar algo de nuestro equipo, pero se han escrito tantas cosas que he preferido rescatar un precioso artículo que Jon Uriarte escribió antes de la final de Copa de 2009. Estoy seguro de que este año sí, Jon tendrá que visitar ese cementerio.

Hace un cuarto de siglo prometí que jamás volvería a aquel cementerio. Pero en esa promesa había algo más. Una excepción. Una cuestión de familia. Y en ella tiene mucho que ver el Athletic. Porque es uno de los nuestros. Es 'de casa'. Y así lo recuerdo.
Un chaval de Sodupe llamado Dani firmó su primer contrato en el restaurante de la familia. En los 70, Uriarte, los Rojo, Churruca y compañía compartieron en él noches de mesa y mantel. Iribar, amigo de la 'casa', sufrió las broncas de la abuela María cada vez que encajaba un gol. En los 80 preparamos los bocadillos que llevó aquel equipo campeón en sus viajes hacia la gloria. Y así, hasta hoy. Distintos lugares y diferentes motivos, pero siempre con el Athletic. Para entender la esencia de esta relación, basta con recordar por qué mi hermano y yo somos socios. Tras negarnos durante años esa posibilidad, nuestra madre nos sorprendió con los deseados carnés un buen día de 1981. Interrogada sobre el cambio de opinión, confesó su preocupación de que el tiempo, el trabajo o, incluso, nuestras parejas pudieran distanciarnos. Y que de esa manera, al menos cada quince días, los hermanos nos veríamos en San Mamés y la familia permanecería unida.
Tenía razón. El trabajo y el destino apenas nos permiten coincidir media docena de fechas al año. De hecho, es mi hermana quien ocupa mi asiento y me hace 'perdidas' al móvil cuando metemos un gol. Sonidos que provocan que, en el viejo Foro, se sorprendan con los gritos, triunfales y fuera de sitio, de un bilbaíno forofogoitia. Pero hay más. El Athletic es la excusa para realizar, al menos, una llamada semanal. Hablar de la alineación o el partido es el preludio de un qué tal estáis, qué hay de tu problema o cuándo quedamos. Cosas de casa. Por eso nuestro equipo significa mucho más que lo que se le supone a un club, por muy centenario que sea. Para los que vivimos en el extrarradio del mapamundi de Bilbao, en mi caso a 380 kilómetros, el Athletic es una referencia. La demostración de que en casa todo sigue igual. Que aún queda algo intacto entre aquello que dejamos atrás. El antídoto contra el síndrome de Ulises. Una ciudad, un pueblo y una familia unidos tras un escudo. En mi vida, apenas he llorado un puñado de veces. Y de verdad, aún menos. Por eso me sorprendo cada vez que una lágrima delatora se me escapa delante del televisor, al ver y escuchar el rugido de la 'La Catedral'.
El Athletic es de todos y de nadie. Tan singular en filosofía como plural en seguidores. Tan respetado como incomprendido. Hay equipos que hacen historia, el Athletic hace leyenda. Somos la última prueba de que, alguna vez, el fútbol fue un deporte romántico. Y todo porque un día indeterminado decidimos seguir un peculiar camino. Donde otros veían el final nosotros veíamos principios. Elegimos ser David cuando todos querían ser Goliat. Un acuerdo de caballeros que se mantiene, pese a todo, entre millones de aficionados alejados en lo geográfico, lo político, lo cultural o lo social. Aquel día incierto, elegimos vencer menos pero ganar más. Y entendimos que el Athletic es una cuestión de familia. Por eso, hace 25 años, prometí que no volvería a cierto cementerio, salvo por un motivo. Fue un día de todos los Santos y aquel lugar me pareció la apología de la tristeza. Un mercado de lamentos que nada tenía que ver con el objetivo de mi visita. Así que me fui para siempre, dejando en el aire una promesa. Que sólo volvería por un motivo. Por aquello que nos unió y nos dio en el pasado alegrías e ilusiones. Por una Liga o una Copa del Athletic. Para celebrar con los míos que volvía el campeón. Ha pasado un cuarto de siglo. Muchos no lo han vivido y otros lo revivimos con nostalgia. Pero ha llegado el momento. Este año la Copa será nuestra.
Tras conseguirla, pasados unos días, regresaré a aquel cementerio, acompañado de parientes y amigos. Y nos situaremos, sonrientes, frente a la tumba de mi aita. El hombre que, en su último año de vida, sin saberlo nosotros, acordó con mi madre hacernos socios. Y cumpliré una vieja promesa. La de celebrar juntos el triunfo de una forma de ser y de sentir. La que nos ha hecho grandes y, sobre todo, únicos. Ese día, en ese lugar y en familia, los que estamos y los que se fueron cantaremos con orgullo el himno del Athletic.

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