Percibo que el fin del terrorismo de ETA ha generado una inmensa alegría general… pero contenida. Como si la gente no terminara de creérselo, como si nos costara desprendernos de un miedo que nos invadió durante tantos años que consiguió silenciarnos.
En aquellos años del plomo, yo vivía en Portugalete. Admitíamos los atentados como hechos cotidianos. Incluso, a algunos, apenas se les dedicaba una pequeña columna en los periódicos. Por aquel entonces, aun siendo adolescente, tenía muy claro las dos máximas necesarias para protegerse: no hablar de política con nadie y evitar pasar por delante de los cuarteles.
Todo el que haya vivido en Euskadi en los últimos cuarenta años, sabe lo que es el miedo. Y me da una rabia tremenda que un pueblo tan noble y tradicionalmente valiente como el vasco, se haya visto sometido primero por una dictadura franquista y luego por la del terror.
Por eso, mi historia es una más de tantas.
Apenas tengo recuerdos de aquel día. Cuando alguien presencia un asesinato, en teoría, no lo debería olvidar nunca. Máxime cuando se tienen catorce años. Supongo que la goma de borrar de mi cerebro quiso protegerme de pesadillas futuras.
Eran las tres y veinte del miércoles 31 de octubre de 1979 cuando yo salía del portal de mi casa, en el número 13 (hoy 11) de la calle Ortuño de Alango, para ir al colegio. En ese preciso instante, a escasos cinco metros de distancia, vi como dos tipos disparaban a bocajarro a un hombre que se encontraba en el interior de su coche y su cabeza caía sobre el volante, haciendo sonar el claxon. Todo sucedió muy deprisa. Los asesinos huyeron en una furgoneta que les aguardaba unos metros más adelante, mientras una joven gritaba desde una ventana, muy cercana a la de mi habitación.
Aún ignoro por qué –supongo que por miedo-, pero mi única reacción fue la de ir al colegio como si tal cosa. Ni siquiera me planteé regresar a casa.
Al poco rato, estando en clase, dos hombres entraron en el aula y, tras hablar con mi profesor, me llevaron a una sala de reuniones donde me interrogaron. No tengo ni la menor idea de cómo supieron que yo había sido testigo del atentado, pero sí recuerdo que sentí pánico ya que, en realidad, yo no estaba seguro de que fueran policías. Me limité a darles el detalle de la vestimenta de los terroristas y contarles que no pude ver sus caras, ocultas tras sus pasamontañas. Fueron ellos los que me contaron que el tiroteado acababa de morir en el hospital de San Juan de Dios.
Han pasado treinta y dos años y hasta hace poco apenas había hablado de aquello con nadie, quizás porque –como he dicho- algo dentro de mí no lo quería recordar. Ha sido tras el fin de ETA, la semana pasada, cuando he vuelto a salir de aquel portal en la calle Ortuño de Alango con mi bolsa naranja al hombro. Y he encontrado en Internet que aquel hombre a quien vi morir era un joven guardia civil pontevedrés de 29 años, llamado Manuel Fuentes Fontán. Y que la chica que gritaba en la ventana era su novia, a la que acababa de visitar.
Al año siguiente, dos kilos de goma 2 cambiarían mi destino para siempre. Por fortuna, alguien los encontró poco antes de que estallaran en las oficinas en la que trabajaba mi padre, en el tramo de carretera entre Subijana y Pobes. Sin embargo, aquello provocó que trasladaran a mi familia. Los terroristas me alejaron de la única tierra que hasta aquel momento conocía -y que era la mía- y de los únicos amigos que hasta entonces tenía -y que eran los míos-.
Por eso, en estos últimos días, quienes hemos vivido la lacra del terrorismo de una manera o de otra, tenemos sentimientos agridulces. Desde luego que estamos alegres por el fin del terror, pero nos hubiera gustado que este nunca hubiera existido.