Le temblaban las piernas y, por un momento, temió que se le olvidaran las letras de las canciones. De esas canciones que había interpretado cientos de veces antes miles y miles de fans en teatros, plazas de toros y campos de fútbol.
Esa sensación solía acompañarle en cada concierto, aunque desaparecía nada más subirse al escenario. Sin embargo, aquella noche, al sonar los primeros compases de su banda se dio cuenta de que le superaba la emoción.
Y es que tras toda una vida dedicado a la música, se despedía de su público.
Gentes de todas las generaciones abarrotaban el auditorio. El artista apenas podía distinguir unos cuantos rasgos en un mar de caras radiantes.
Resultaba inevitable evocar los comienzos, llegado el fin.
Mientras cantaba, se le venían a la cabeza los tiempos duros de su precoz adolescencia: la muerte de su padre, los trabajos precarios, las lágrimas de su madre en su partida a Madrid, aquellas pensiones de mala muerte…
Cada canción le retrotraía a épocas pasadas. Y el público las coreaba, demostrándole el cariño al que se había hecho merecedor después de tantos años. Su voz puede que hubiera perdido algo de potencia; sin embargo, ahora sonaba más cálida y modulada.
A medida que avanzaba el concierto, se incrementaba esa extraña sensación de alivio y melancolía. Con todo el público ya puesto en pie, se le hizo un nudo en la garganta al cantar a menudo me recuerdas a mí.
La última balada del último rockero.
Aún entonaría el himno que le hizo famoso y la canción compuesta para su gira de despedida.
Gracias fue su última palabra antes de abandonar el escenario.
El viejo rockero cerró los ojos, suspiró hondo y sonrió. Ahora sí, volvía para siempre a Granada, volvía a su hogar.
P.D. La foto está tomada de la página oficial de Miguel Ríos
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