Este es el rincón de mi televisión, o quizás tendría que decir: el rincón donde debería estar mi televisión... en el caso de que la tuviera.
Hace ya tiempo que decidí que no la necesitaba.
Supongo que me pierdo cosas interesantes (en los últimos diez años solo he visto una serie) y que hay infinidad de temas sobre los que no puedo opinar porque no sé lo que es ver un minuto de un "reality" o de Juego de Tronos, por ejemplo, ni de las tendencias de tal o cual canal, ni de los debates políticos.
Obviamente tampoco estoy suscrito a ninguna plataforma, ni tengo wifi en casa.
Sí, sé que me pierdo muchas cosas. Pero a cambio he ganado otras a las que ya no quiero, ni puedo, renunciar. Y si hay una palabra que define mi búsqueda se llama paz.
viernes, 25 de octubre de 2019
martes, 8 de enero de 2019
La ortografía de los "escritores"
En un mundo donde cada vez se escribe peor, creo que los que nos llamamos escritores tenemos un compromiso: el de escribir con dignidad cuando lo hacemos en las redes sociales.
Ya no me refiero a que nuestros textos tengan la calidad de nuestras novelas sino a que pongamos cuidado en ellos, a construir correctamente las frases, a evitar las faltas de ortografía y a emplear bien los signos de admiración e interrogación. No parece mucho pedir.
Reconozco que me duelen los ojos al ver los meses del año escritos con mayúscula, la palabra “guion” con tilde, al igual que el “aun” de “aun así” cuando no significa “todavía”; no digamos ya si se confunde el infinitivo con el imperativo.
Entiendo que un escritor no debería tener problemas para escribir naturalmente, al menos, con corrección; no entro ya a valorar los signos de puntuación porque eso merecería un capítulo aparte. Es cierto que la inmediatez de la redacción puede provocar lapsus, pero una equivocación no es un error continuado en el tiempo.
Usar un lenguaje coloquial para acercarnos a nuestros lectores no conlleva escribir mal.
Así que ya sabéis, colegas. Si en vuestras redes ponéis que sois escritores y cometéis errores en vuestros escritos, habrá alguien que estará resoplando en silencio por la sencilla razón de que, en una sociedad deficitaria de comprensión lectora, deberíamos dar ejemplo.
Ya no me refiero a que nuestros textos tengan la calidad de nuestras novelas sino a que pongamos cuidado en ellos, a construir correctamente las frases, a evitar las faltas de ortografía y a emplear bien los signos de admiración e interrogación. No parece mucho pedir.
Reconozco que me duelen los ojos al ver los meses del año escritos con mayúscula, la palabra “guion” con tilde, al igual que el “aun” de “aun así” cuando no significa “todavía”; no digamos ya si se confunde el infinitivo con el imperativo.
Entiendo que un escritor no debería tener problemas para escribir naturalmente, al menos, con corrección; no entro ya a valorar los signos de puntuación porque eso merecería un capítulo aparte. Es cierto que la inmediatez de la redacción puede provocar lapsus, pero una equivocación no es un error continuado en el tiempo.
Usar un lenguaje coloquial para acercarnos a nuestros lectores no conlleva escribir mal.
Así que ya sabéis, colegas. Si en vuestras redes ponéis que sois escritores y cometéis errores en vuestros escritos, habrá alguien que estará resoplando en silencio por la sencilla razón de que, en una sociedad deficitaria de comprensión lectora, deberíamos dar ejemplo.
sábado, 27 de octubre de 2018
Novelas por escribir
Soy celoso de mis historias. Con
frecuencia suelen decirme que tengo mucha imaginación. En esos momentos asiento
con la cabeza y sonrío a sabiendas de que no es cierto… o, al menos, no del
todo. La observación y la memoria son posiblemente mis inspiraciones. Sin vida
no hay emoción y sin emoción no hay historias dignas que contar. Por eso, suelo
dejarme arrastrar por las emociones, subir a los cielos y hundirme en los
infiernos, si es necesario.
Muchas de mis tramas son producto
de mi manera de contemplar la vida, de hacerme preguntas, de sentirme atraído
por personas especiales alejadas de rutinas y pudores. Una de mis frases más
repetidas en público es que los escritores debemos hacer verosímil la realidad.
Y es así. Muchas de las historias que nos rodean no serían creíbles en un libro
si el novelista no las filtrara por el tamiz de la coherencia.
Si me llega una de esas
historias, soy celoso de ellas. Las escondo para mí con la ilusión de que un
día pueda convertirlas en novelas. Sin embargo, mis arrugas me recuerdan que no
podré escribir tantas.
Por eso, esta vez voy a resumir
una de esas que habría que maquillar para hacerla creíble. Y como esto no es
una novela… todavía, puedo contarla tal cual.
Una tarde de julio vi caminar a
tres chicas por Sevilla, muy cerca de nuestro restaurante. Obviamente llamaron
mi atención, porque dos de ellas eran gemelas, de una belleza imposible de
olvidar. Y por esos avatares caprichosos de ese destino el que no creo pero que
se burla de mí en cuanto me descuido, una noche de septiembre, me encontré a
una de las gemelas en Santander, en la otra punta de España.
Ha pasado un mes y medio desde su
primera respuesta, casi despectiva, a mi saludo. Pero la novela está por
escribir. Aunque quizás esta vez sí tenga que echar mano de mi imaginación.
lunes, 30 de julio de 2018
Los tontos del pueblo
Antes los pueblos tenían su tonto, normalmente uno. Solía ser un hombre de pocas luces pero afable que se te acercaba para darte una palmadita en el hombro para ver si le invitabas a un vino o simplemente en busca de cariño. La gente solía referirse a él a sus espaldas con su nombre de pila acompañado de su inevitable apodo: el Tonto, pero este "Tonto" sonaba incluso cariñoso porque este personaje era un ser inocente e inofensivo, que se hacía querer, con lo que quizás no fuese tan tonto como aparentaba.
Hoy, con las redes sociales, el modelo de tonto ha cambiado. Y, lo que es peor, proliferan. En lo que único que no ha cambiado es en que siguen siendo del género masculino. Pero ahora suelen ser sujetos que bajo una apariencia normal albergan un borderline dentro. Son individuos afectados por una personalidad disfuncional que vierten sus envidias y rencores en las redes sociales, hostigando a quienes no piensan como ellos porque son de pensamiento único, creyéndose por encima del resto tanto a nivel intelectual como moral.
Esto sucede en toda la sociedad pero es especialmente peligroso en los pueblos, ya que estos individuos pretenden desastabilizar la concordia entre los vecinos. Estos tontos modermos, que lo mismo se autoproclaman sucesores de Unamuno y Giner de los Ríos que son machistas con poco cerebro, cuando se les agotan los argumentos, recurren a los insultos, fáciles de emitir en las redes donde la libertad de expresión del agresor prima sobre el derecho al honor del agredido.
Por suerte, estos tontos terminan por ser ignorados por sus vecinos, incluso por su familia. Y es que los tontos de antes merecían cariño. Los de ahora, el más absoluto de los desprecios.
viernes, 15 de junio de 2018
La ciudad de los ojos grises
Hay una ciudad junto al Cantábrico que encarna como ninguna el cuento del patito feo transformado en cisne y que durante más de siete mil horas al año está custodiada por las nubes.
Esa gama de grises me inspiró para bautizar a Bilbao como la ciudad de los ojos grises en una novela que he tenido la fortuna de verla en vida convertida ya en un clásico.
Una ciudad que hoy cumple años. Zorionak, Bilbao!
lunes, 14 de mayo de 2018
Felicidades, papá
El niño de la foto esperó a nacer a que acabara la guerra civil del siglo pasado, exactamente al 14 de mayo, por lo que hoy cumple 79 años. Felisín fue el tercer hijo -y único varón- de Eugenio "Lenteja" y de Ángeles "la de Quintanilla". Me resulta entrañable que los ancianos de Villalpando le sigan llamando Felisín cuando a mí siempre me llamaron Félix.
Felisín se enamoró muy pronto de mi madre y dejó el seminario para buscarse la vida en Vizcaya con un billete de cien pesetas guardado en una caja de cerillas. Cuando yo nací, ella tenía 21 años recién cumplidos y él casi 26. Juntos lucharon para sacar a su familia adelante, no solo a sus hijos sino también a sus padres. Recientemente descubrí un cuaderno con los envíos realizados a mis abuelos. No creo que esta sea una historia excepcional, sino una más de la gente de su generación. Gentes que sudaron cada gota de sudor para que sus hijos tuviéramos lo que a ellos la vida les vetó.
Por fortuna, la mayoría lo consiguió. A costa de sacrificios propios, pero aquellos que abandonaron su pueblo con lágrimas en los ojos con la ilusión de volver en vacaciones aunque tuvieran que pasar jornadas interminables en pequeños coches, como nuestro Seat 850 blanco -matrícula BI-1237-B-, lo consiguieron. Quizás no teníamos ropa de marca, pero nos dieron la formación, los valores y el cariño con los que nos forjamos como personas.
Mi padre, cuando se jubiló, siguió trabajando. Esta vez por su pueblo al que tanto echaba de menos y al que tanto quiere. Y a pesar de los sinsabores, rencillas y envidias que genera la política municipal, le veo feliz sirviendo a su pueblo desinteresadamente.
Hoy por la calle, muchos le dirán: "Felicidades, Lenteja", "Felicidades, Felisín" o "Felicidades, alcalde". Yo le diré: "Felicidades, papá" mientras murmuraré un silencioso "gracias".
domingo, 18 de marzo de 2018
Libreros
Pasión y resistencia. Con estas dos palabras, mencionadas en el Congreso de CEGAL celebrado en Sevilla la semana pasada, resumiría el oficio de librero. No del librero que se limita a despachar libros -que también, porque no olvidemos que ellos también tienen que comer-, sino del librero de vocación, de esas mujeres y de esos hombres que aman los libros y que los ponen a nuestra disposición en sus queridas librerías.
Fue delicioso presenciar el intercambio de esta pasión, la cordialidad existente en el gremio y las ansias que manifestaron de mejorar. La semana pasada, libreros de toda España, se abrazaron y tras llorar brevemente sus penas, contribuyeron a crear nuevas vías de ventas y se fueron de la capital hispalense con los ánimos renovados. Mucho tuvo que ver la charla con la que se clausuró el congreso entre dos viejos libreros, Paco Puche y Alfonso Guerra, magistralmente dirigida por Guillermo Busutil. Ellos fueron el mejor ejemplo de que los libros nos proporcionan una sabiduría imposible de alcanzar por ningún otro medio. La sabiduría lleva a la inteligencia, la inteligencia al sentido del humor y el sentido del humor a la mejor manera de afrontar la vida. Y, en definitiva, de sentirnos en paz con nosotros mismos.
Como escritor, quise estar presente en ese congreso para conocer de primera mano los problemas de aquellos que venden mis libros. Al margen de las conclusiones que sacaran ellos como profesionales, yo saqué las mías. Los libreros adoran los long-sellers, aquellos libros que el público sigue buscando con el paso de los años. También que están decididos a que sus librerías sean espacios más abiertos, lugares en los que niños y mayores disfruten con solo entrar.
Me resulta interesante la búsqueda de nuevas fórmulas que potencien el ocio de los lectores. A mi juicio el modelo actual de presentaciones es obsoleto y aburrido. Acudir a la presentación de un libro acarrea una especie de obligación similar a la de asistir a la de un funeral.
Me atrajo especialmente el compromiso que nació entre libreros, editores y medios de comunicación de ponerse de acuerdo en prescribir libros; en que los editores no traten de colocar el thriller del año cada semana y en que la prensa acerque a sus lectores los títulos más atractivos.
Y todo ello de la mano de los libreros, que ahí están, muy cerca de nosotros, gracias a su pasión y a su resistencia.
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