Las nubes quisieron prolongar su romance con la tierra y se resistían a abrirle el paso a las primeras luces del alba. Un extraño rumor procedente del norte arrullaba un puñado de sueños. Pelayo se incorporó de la cama para asomarse al diminuto ojo de buey. Al este, un ligero matiz en el cielo apenas discernía el día de la noche. Se mostró impaciente. Impaciente y fastidiado. Imposible distinguir nada unas varas más allá. Y sin embargo, estaba ahí mismo. Su melodía le delataba. Notas que brotaban apacibles para componer una canción eterna. La canción del mar.
La edición en bolsillo de Muerte dulce acaba de desembarcar en las librerías. Por eso, he querido mostrarles el mar que Pelayo contempló desde su ventana cuando acompañaba a don Fernando de Zúñiga en la búsqueda de un asesino relacionado con el juego del mus.
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