Es
frecuente que me pregunten por qué me gusta escribir y también cuándo decidí
ser escritor. Lo cierto es que me cuesta responder a algo tan sencillo en
apariencia. Hasta hace once años ni siquiera me planteé que pudiera contar una
historia de más de quince páginas con un mínimo de coherencia.
Un escritor ha de ser capaz de llegar al
lector, de que este sienta la novela como propia. Un escritor ha de transmitir
emociones de modo que el lector se identifique con lo que lee. Un escritor ha
de ser consciente de que su obra deja de ser suya en cuanto se publica para
pasar a pertenecer a sus lectores. Y todo eso ha de hacerlo con su propio
estilo, sin pretender agradar de forma impostada, con algo que le sale desde lo
más profundo porque es innato, trascendiendo de la técnica.
Un escritor ha de ser lector y viajero.
Si no se vive no se puede escribir. Es necesario acumular experiencias,
sensaciones y emociones para poder contarlas, para que al evocarlas ante una
hoja de papel en blanco fluyan de manera natural.
La frase no es mía, aunque bien podría serlo: "Ser escritor está
fenómeno, escribir es más jodido". Yo no siento esa necesidad vital de
escribir a diario, aunque sí la tengo de beberme la vida, de madurar durante
meses una novela hasta que decido plasmarla con palabras en un proceso repleto
de dudas, de miedos, de inseguridades que espero nunca deje de provocarme
vértigo.
¿Y qué me ha pasado después? Que, por
suerte, he ido acumulando lectores, personas que se acercan a la librería para
comprar el último de Modroño. Y, por eso, necesito que perdure en mí ese
vértigo, esa insatisfacción con lo que hago, ese nivel de autoexigencia que
llega a obsesionarme. Podré no gustar pero nunca defraudar. Y me encantaría
poder llamar a todos mis lectores por su nombre, intercambiar unas palabras
sobre su vida y conocer su pequeña o gran historia personal.
Cuando a uno le llega la liquidación con sus
derechos de autor, a lo mejor no es consciente de lo que hay detrás de la
compra de cada libro o de su posterior lectura, pero yo procuro no olvidar lo
que mis lectores me han contado. Algunas historias serían merecedoras de una
novela por sí mismas como la de la chica que leyó "La ciudad de los ojos
grises" a su padre, que acababa de quedarse ciego; o como la de la maestra
que se refugió en mis letras para tratar de superar la muerte de su hijo; o
como la de un bilbaíno que me dijo que su madre falleció dejándose
"Secretos del Arenal" en la mesilla; o como la de un villalpandino
residente en Bilbao que, a pesar del agotamiento tras su sesión de
quimioterapia, acudió a mi última firma con la ilusión de darme un abrazo.
Quizás ahora sea más fácil entender por qué sonrío feliz cada vez que
alguien se acerca para que le dedique uno de mis libros... y por qué me encanta
sentirme escritor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario