Unas letras pintadas en el suelo de la calle, junto a la puerta, nos muestran el nombre de la persona que regenta el comercio (no es la primera vez que les hablo de él). No hay ningún cartel en la fachada. Ni falta que hace, sólo un carretillo apoyado en la pared. La gente de Villalpando sabe lo que se vende dentro: de todo. Cruzar el umbral de la puerta es regresar de golpe hasta mediados del siglo pasado.
Los artículos parecen estar desordenados, pero lo dicho: es sólo apariencia. Juanito, aun con sus problemas de vista, se mueve seguro entre conservas y tejidos, entre especias y aperos, entre licores y calzados... Cada caja cerrada supone un pequeño misterio.
Juanito debería estar ya jubilado; sin embargo, confiesa que las cuatro perras de la pensión no le bastarían para vivir. Así que ahí sigue, al pie del cañón; en su vetusto negocio que, a la vez, es toda su vida.
La tienda está vacía, como casi siempre. Solicito a su dueño permiso para tomar unas fotos y él asiente con gesto austero; y, como queriendo colaborar, enciende la única bombilla que hay en el techo. Le ruego que la apague porque prefiero fotografiar la estancia con su escasa luz natural. No lo dice, pero intuyo que no quiere salir retratado porque se aparta con prudencia cada vez que percibe próximo el objetivo. En cierto modo, me desasosiega haberle robado una foto a través de un pequeño espejo.
Disfruto con los detalles, con los olores, con los viejos objetos, con el sabor añejo de cuanto me rodea. No obstante, no quiero importunar a Juanito más de la cuenta y disparo con rapidez, sin trípode, a riesgo de que alguna instantánea me quede movida.
Observo que tras el vetusto mostrador de madera de castaño hay una libreta donde Juanito hace las cuentas a mano. Mide con una vara artesana de un metro y pesa con una báscula de platillos. Apenas posee productos perecederos. Calendarios y carteles antiguos se esconden entre perchas, camisas y almohadas, aunque también hay uno de 2011.
Me voy con pesar. Me hubiera gustado quedarme toda la tarde y entrar en la trastienda, pero no me atrevo a invadir más la intimidad de Juanito.
Al día siguiente regreso para comprarle un poco de hule; más para agradecer su amabilidad que por otra cosa. No hace referencia a las fotos; ignoro si por prudencia o por que su vista le juega malas pasadas y no es capaz de identificarme. Desenrolla el hule, toma la vara, mide y lo corta con las tijeras con profesionalidad. Luego, usa un trozo de papel para hacer la cuenta.
Salgo con la esperanza de volver a encontrarme la tienda abierta en mi próxima visita al pueblo. El día que bajemos al Paseo y nos encontremos con su puerta cerrada, la echaremos realmente de menos. No en vano lleva en el mismo lugar desde 1837.
Les ruego que, si pasan por Villalpando, acudan a la tienda de Juanito y le compren (aunque sea) un poco de pimentón.
3 comentarios:
O bolas de anis ( a granel), no sé si aún las vende, pero tenian un sabor especial.
Me gustaria pasarme algun dia por alli, ojala tenga ocasión.
Que suerte (y qué buena mano) has tenido de fotografiar la Tienda de Juanito, me encantan las fotos.
Un saludo y buenas luces.
Me encantan las fotos y el relato. Gracias por compartirlas.Xti
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