miércoles, 27 de diciembre de 2017

Ser escritor


   Es frecuente que me pregunten por qué me gusta escribir y también cuándo decidí ser escritor. Lo cierto es que me cuesta responder a algo tan sencillo en apariencia. Hasta hace once años ni siquiera me planteé que pudiera contar una historia de más de quince páginas con un mínimo de coherencia. 
   Creo que no fue hasta obtener el Premio Ateneo de Novela de Sevilla con mi cuarta novela, que me atreví a llamarme escritor. Por eso me causa cierta ternura ver la cantidad de aspirantes que son capaces de creerse escritores por el mero hecho de haber contado alguna historia con mayor o menor fortuna. Para mí, autores hay muchos pero escritores pocos.
    Un escritor ha de ser capaz de llegar al lector, de que este sienta la novela como propia. Un escritor ha de transmitir emociones de modo que el lector se identifique con lo que lee. Un escritor ha de ser consciente de que su obra deja de ser suya en cuanto se publica para pasar a pertenecer a sus lectores. Y todo eso ha de hacerlo con su propio estilo, sin pretender agradar de forma impostada, con algo que le sale desde lo más profundo porque es innato, trascendiendo de la técnica.
    Un escritor ha de ser lector y viajero. Si no se vive no se puede escribir. Es necesario acumular experiencias, sensaciones y emociones para poder contarlas, para que al evocarlas ante una hoja de papel en blanco fluyan de manera natural.
   La frase no es mía, aunque bien podría serlo: "Ser escritor está fenómeno, escribir es más jodido". Yo no siento esa necesidad vital de escribir a diario, aunque sí la tengo de beberme la vida, de madurar durante meses una novela hasta que decido plasmarla con palabras en un proceso repleto de dudas, de miedos, de inseguridades que espero nunca deje de provocarme vértigo. 
    ¿Y qué me ha pasado después? Que, por suerte, he ido acumulando lectores, personas que se acercan a la librería para comprar el último de Modroño. Y, por eso, necesito que perdure en mí ese vértigo, esa insatisfacción con lo que hago, ese nivel de autoexigencia que llega a obsesionarme. Podré no gustar pero nunca defraudar. Y me encantaría poder llamar a todos mis lectores por su nombre, intercambiar unas palabras sobre su vida y conocer su pequeña o gran historia personal.
   Cuando a uno le llega la liquidación con sus derechos de autor, a lo mejor no es consciente de lo que hay detrás de la compra de cada libro o de su posterior lectura, pero yo procuro no olvidar lo que mis lectores me han contado. Algunas historias serían merecedoras de una novela por sí mismas como la de la chica que leyó "La ciudad de los ojos grises" a su padre, que acababa de quedarse ciego; o como la de la maestra que se refugió en mis letras para tratar de superar la muerte de su hijo; o como la de un bilbaíno que me dijo que su madre falleció dejándose "Secretos del Arenal" en la mesilla; o como la de un villalpandino residente en Bilbao que, a pesar del agotamiento tras su sesión de quimioterapia, acudió a mi última firma con la ilusión de darme un abrazo. 
   Quizás ahora sea más fácil entender por qué sonrío feliz cada vez que alguien se acerca para que le dedique uno de mis libros... y por qué me encanta sentirme escritor.

lunes, 18 de diciembre de 2017

Una fecha

Hay una fecha que queda fijada en nuestra tristeza; una fecha a las que volvemos sin remedio, a veces de forma inconsciente; una fecha que nos aguijonea las entrañas ante cualquier situación; una fecha latente que aflora de forma caprichosa y nos acongoja súbitamente.
No necesitamos un almanaque para recordarla. Sin embargo, en mi casa el calendario sigue donde ella lo colgó, sin que nadie se haya atrevido a pasar la hoja del mes en el que ella nos dejó.
Esa fecha no es otra que el día en que fallece una madre. La fecha en que dejamos de vivirla y comenzamos a sentirla de un modo diferente. A partir de ahí notamos su presencia tan dentro de nosotros que nos resulta increíble que solo volvamos a verla en sueños.
A partir de esa fecha nos convertimos en ella. Convivimos con la evocación de su dulzura, tomamos como nuestros sus consejos o simplemente la lloramos en silencio. Pero de ninguna manera una madre desaparece. Su esencia se arraiga en lo más profundo de nuestro ser porque su alma se fusiona con la nuestra. Después de esa fecha ya no somos los mismos, nuestros sentimientos se intensifican, entendemos el significado de la nostalgia, algunas celebraciones dejan de tener sentido y nuestra propia vulnerabilidad nos fortalece.
También nos hacemos más egoístas. Nos guardamos su cariño para nosotros, como un tesoro escondido en el mapa de nuestra soledad. Es cierto que a veces lloramos a solas su ausencia, pero al final prevalece la sonrisa dibujada por su recuerdo.
Y es que el amor de una madre nunca muere. 

domingo, 26 de noviembre de 2017

Tolerancia cero

Al envejecer a uno se le agudizan las manías. Y si antes me fastidiaba la mala educación, ahora directamente no la soporto. Es curioso cómo uno se vuelve más tolerante en algunas cosas y más intransigente en otras.
Con los años he aprendido a respetar cualquier idea sobre la política, sobre el amor o sobre el modo de vivir. Sin embargo, cada vez me soliviantan más los fanatismos, las corruptelas cotidianas o la incultura.
Nuestro sistema educativo dista mucho de ser el adecuado. Si no, no se entiende que cada vez haya menos comprensión lectora o que no haya desaparecido el machismo entre los jóvenes. Y sí, sí se trata de buscar culpables. Porque somos todos. Cierto es que las leyes orgánicas democráticas de educación han fracasado una tras otra, pero también lo es que en nuestro ámbito individual miramos hacia otro lado cuando nos topamos con conductas reprobables por miedo a ser señalados o simplemente por evitar problemas.
Por eso, si queremos erradicar la violencia contra la mujer, solo cabe evidenciar nuestra más absoluto desprecio contra cualquier tipo de manifestación machista, por nimia o ingenua que pueda parecer, de esas cotidianas que proliferan a nuestro alrededor. 
Ante el machismo, tolerancia cero. 

domingo, 19 de noviembre de 2017

Mi dedicatoria favorita



 Hace cuatro dejé de escribir en este blog y hoy he decidido regresar. Podría ser un día cualquiera, pero no lo es para mí. Un diecinueve de noviembre nació mi única hija y es una fecha especial, en la que echo la vista atrás y me doy cuenta de todo el tiempo que ha pasado desde que Ana llegó para quererme, de un modo cada vez más cómplice. No en vano, cumple ya veintidós años.
            Para mi vuelta he elegido la foto de mi dedicatoria preferida. Como ya he comentado en alguna ocasión, las letras de las canciones de Luis Eduardo Aute son parte de mi formación como escritor, al igual que las de Serrat o Los Secretos. Porque mi adolescencia no vino marcada solo por los libros. También por las melodías cuyo contenido se me quedaba impregnado. Para mí las letras de las canciones de Aute no son poemas, sino estremecimientos del alma.
            Si miro el reloj y son la cuatro y diez, siento la necesidad de darme prisa; nunca quiero que me abandonen al alba sin dejar un poro intacto en la batalla; me encantaría organizarme entre tres mientras me quemo por dentro; y pienso que es terriblemente absurdo estar vivo sin un latido cuando se necesitan dos o tres segundos de ternura. Por eso, si alguna vez me pierdo, buscadme en Albanta… donde es eterna la infancia.