domingo, 31 de julio de 2011

Allende los mares

A pesar de haberle pretendido "aparcar" durante dos años, don Fernando de Zúñiga se ha negado en este tiempo a permanecer dormido. Y ahora que me encuentro dispuesto a embarcarme junto a él en una nueva trama, me doy cuenta de que cada vez me necesita menos. Incluso sé que sus novelas han cruzado el charco.
El año pasado, un amigo me comentó que las había visto en una librería de Quito y me consta que también algunos ejemplares han encontrado acomodo en unas cuantas estanterías argentinas, colombianas, chilenas o peruanas; y hasta he comprobado que forma parte de los fondos de la biblioteca de la Universidad de Ohio. Es lo que tiene la globalización y que el formato electrónico esté a la venta en librerías de todo el mundo como Barnes & Noble, la mayor cadena de Estados Unidos.
Hoy mismo me acabo de topar con una recomedación realizada por el club de lectura de la Universidad Panamericana de México, que me permito transcribir:
Muerte Dulce. Un Nuevo Caso De Fernando Zúñiga Algaida, Sevilla, 2009                      
Literatura, Novela histórica  
Don Fernando de Zúñiga recibe una carta de un amigo anunciándole su inminente fallecimiento, porque le han envenenado, y pidiéndole venganza. Decide viajar a tierras vascas para investigar el asesinato y allí descubre que, en efecto, le envenenaron el vino. Además, el punto de partida de la investigación se va a centrar en una fatídica partida de mus. Se trata de la segunda entrega protagonizada por Don Fernando de Zúñiga, un reputado médico que ocasionalmente investiga extraños sucesos que sus conocimientos, unidos al sentido común y a la intuición, le permiten desvelar. El autor ha creado un personaje muy sólido, lleno de matices, cuyas aventuras están ampliamente documentadas desde el punto de vista histórico, gastronómico, indumentaria y lingüístico, y que encandila a los lectores desde el mismo instante en que aparece en escena. Un hombre con principios, humanamente excepcional, dotado de gran inteligencia e inquietud por la verdad y de espíritu religioso, donde también se da cabida a la duda. La historia va creciendo en intensidad y ritmo a medida que avanza la lectura, logrando un alto nivel de entretenimiento. Se alternan amores, envenenamientos, venganzas, juegos, tradiciones, leyendas, todo ello aderezado con buena letra. Una pieza importante de la trama es el vino de las tierras del Duero, y otra, un juego que acaba de nacer en las tabernas vascas: el mus. El autor se permite novelar sobre el origen de este juego de honor, donde no siempre gana el que tiene mejores cartas.
Desde aquí, quiero agradecer su consideración a mis amigos mexicanos quienes han sabido ver en mi personaje lo que yo trataba de transmitir. Y, por supuesto, enviarles un cariñoso saludo.
Lo dicho, que don Fernando se vale por sí mismo. No obstante, hechos como éste me animan a emprender una nueva aventura junto a él.

P.D. La foto es del cantón bilbaíno en el que se encontraba la taberna de El muslari tuerto.

sábado, 30 de julio de 2011

Máxima penetración

A veces, la fotografía puede resultar engañosa o, al menos, ocultar parte de la verdad. Encuadramos la parte de un monumento que no se encuentra en ruinas, haciendo creer que está intacto; o retratamos una flor, obviando los espinos que la rodean.
Siempre me ha hecho gracia este cartel del que si tomamos sólo una parte, más parece un anuncio de preservativos. 

martes, 26 de julio de 2011

Pancarta

Paseando por Donosti el pasado fin de semana, fotografié esta pancarta colgada en la fachada de su ayuntamiento.

lunes, 25 de julio de 2011

La banda sonora de nuestra vida

Leyendo el blog de mi amigo, el escritor Andrés Pérez Domínguez, descubro que comparte conmigo su afición por Joaquín Sabina. Y su entrada me ha hecho pensar en cuánta gente de nuestra generación ha bailado con Pacto entre caballeros (ya saben: mucha, mucha policía), se ha enamorado escuchando Contigo (esa de: porque el amor cuando no muere mata, porque amores que matan nunca mueren) o ha canturreado Y nos dieron las diez.
A donde quiero ir a parar es que hay canciones que han ido conformando la banda sonora de nuestra vida; canciones que por algún u otro motivo nos despiertan emociones dormidas o nos recuerdan momentos felices. A mí, ignoro por qué, siempre me han atraído más las baladas de desamor; y si son en español, mejor. Quizás sea que me resulten más novelescas.
No me hace falta echar la vista atrás para tatarear La mujer que yo quiero de Serrat, Yolanda de Pablo Milanés o Te doy una canción de Silvio Rodríguez. Han sido tantas las veces que las he cantado que no creo que nunca se me olviden sus letras. Como tampoco se me borrarán de la memoria Quiero beber hasta perder el control o No digas que no de Los Secretos.
Pero, sin duda, mi autor preferido siempre fue Luis Eduardo Aute, compositor de Albanta, Una de dos, Pasaba por aquí, No te desnudes todavía, Las cuatro y diez… y de tantas otras canciones capaces de reflejar los sentimientos más recónditos en unos pocos versos, y al que nunca se le acabó la palabra precisa a la hora de componer.
Son canciones que, guitarra en mano, Carras, David y yo volveremos a cantarle a alguna que otra madrugada de agosto en esos conciertos que organizamos para nosotros mismos porque sólo nosotros sabemos lo que esas melodías significaron en nuestras vidas. Y al final, como siempre, entonaremos Ella, una ranchera de José Alfredo Jiménez (grande entre los grandes)… y es que ya estaba escrito que aquella noche perdiera su amor. 

domingo, 24 de julio de 2011

Leer y viajar

A raíz de una pequeña intervención en un reportaje televisivo sobre cómo se documentan los escritores de novela histórica, he regresado al siglo XVII. 
Después de dos años imbuido en la Belle Époque, he retornado a algunos lugares donde ambienté La sangre de los crucificados y he vuelto a tomar en mis manos algunos de los libros que usé en mi primera novela, como Judíos o cristianos de Victoria González de Caldas o El auto general de fe de 1680 de Jesús M. Vegazo Palacios, dos magníficos trabajos sobre la Inquisición. 
Parece mentira que ya hayan transcurrido cinco años desde que la gesté, desde que me zampé todos los libros que era capaz de conseguir relacionados con el siglo XVII, desde que recorrí los escenarios por los que antes transitaron don Fernando de Zúñiga y su fiel Pelayo, allá por 1682. 
Han reaparecido en mi memoria la iglesia de San Claudio de Olivares en Zamora, el monasterio de Las Batuecas en Salamanca o la plaza Mayor de Madrid, junto a personajes históricos que me acompañaron a lo largo de la trama (el rey Carlos II, don Diego de Velázquez, doña Mariana de Austria, Pedro Roldán, Ruiz Gijón, Valdés Leal...).
La novela habrá podido gustar más o menos, pero lo que nadie puede dudar es que me dejé la piel en ella y trabajé la ambientación histórica hasta rozar la obsesión. Por eso, me reconforta comprobar cómo La sangre de los crucificados aún se mantiene en muchas librerías después de cuatro años de su publicación, habiéndose convertido en un long-seller.
Adivino cómo se documentan el resto de escritores de novela histórica. El método no puede ser otro: dejándose la vista entre decenas de libros y recorriendo cientos de kilómetros para ver una estatua en una iglesia. Es decir, leyendo, viajando… y desenjaulando la imaginación.

domingo, 17 de julio de 2011

El escultor de Cerecinos de Campos

Antón Castro es uno de esos tipos que aman la cultura y uno no sabe muy bien si duerme porque, además de su trabajo como periodista cultural de referencia, tiene un blog (pinchen aquí para verlo) que nos sorprende con infinidad de entradas, todas ellas muy cuidadas; por lo que Antón ha conseguido convertirlo en uno de los principales blogs culturales en castellano.
Leyéndolo me entero esta mañana que hoy se clausura en el Paraninfo de Zaragoza una exposición sobre el escultor Baltasar Lobo, posiblemente el artista zamorano más relevante del siglo XX. Y como Villalpando está a sólo 6 kilómetros de Cerecinos de Campos, su pueblo natal, me he colgado la cámara al hombro, he cogido la bicicleta (sé que mis amigos argentinos se tronchan con esta expresión) y para allá que me he ido; y eso que la hora no era la más apropiada ni para ir en bici, ni para tomar fotos.
Una placa sobre la fachada del Mesón Zurito nos recuerda el lugar donde nació el escultor en 1910 en el seno de una familia humilde, llamado a arreglar carros en el negocio familiar. Pero hete aquí que el pequeño Baltasar poseía un don innato para esculpir que su familia supo ver y potenciar.
 
Gracias a sus sacrificios y a alguna que otra beca, el mozalbete de Cerecinos llegó a París donde se relacionó con los grandes artistas del momento y entabló amistad con Pablo Picasso. 
Baltasar Lobo alcanzó reconocimiento internacional y se hizo merecedor de numerosos galardones entre el que se encuentra el Premio Oficial de las Artes y la Letras de Francia. Exiliado durante la dictadura franquista, regresó con frecuencia a su pueblo durante los últimos años de su vida. 
Puedo imaginarme sus correrías en Cerecinos de Campos a principios del siglo pasado. Por eso, aunque lógicamente hay casas nuevas, hoy quiero dejar por aquí algunas imágenes que pudo contemplar el pequeño Baltasar en sus años mozos. Imágenes de esta mañana que bien pudieron haber sido tomadas hace cien años. Imágenes de un pueblo de la Tierra de Campos zamorana, de casas de adobe y de puertas de madera. Un pueblo orgulloso de su hijo predilecto, un muchacho que dejó Cerecinos para triunfar en París.
Al pasar por el pequeño cementerio, a pie de carretera, de Cerecinos, me sonreí al pensar que la vida de Baltasar Lobo fue una de esas pocas capaces de esquivar a su destino. El escultor zamorano falleció en París y no está enterrado en su pueblo natal sino en el cementerio de Montparnasse, donde también se encuentran las tumbas de Julio Cortázar, Samuel Beckett, Simone de Beauvoir o Jean-Paul Sartre.
Hoy gracias al blog de Antón Castro, me he permitido este pequeño homenaje a Baltasar Lobo y a su añorado Cerecinos de Campos.

domingo, 10 de julio de 2011

Escritores domingueros

No voy a descubrir nada si digo que a todo escritor le gustaría dedicarse únicamente a escribir. Por eso, admiro a todo aquel que ha sido capaz de liarse la manta a la cabeza y dejar un trabajo más o menos estable para convertirse en un autónomo de las letras. Y no me refiero a los que han tenido la suerte de pegar un pelotazo vendiendo cien mil ejemplares –en cuyo caso, es menos complicado tomar la decisión-, sino a los currantes del oficio, a los que tienen que escribir para comer.
Sin embargo, la mayoría de los escritores tienen (tenemos) que compaginar su pasión por juntar letras con un trabajo que, lo normal, es que no les satisfaga. Hay escritores (y sé de lo que hablo) que echan más de diez horas diarias en su oficina en un oficio que les absorbe por completo. Y cuando llegan a casa, normalmente de anochecida, tienen que atender a la familia y esperar a que todo el mundo esté acostado para ponerse a escribir. La mayoría lo hace de madrugada -y no es que sean insomnes-, y durante los fines de semana. Roban (robamos) horas a su pareja, al sueño, a sus hijos, al deporte y a todo lo robable. Aprovechan un viaje en metro para tomar notas, y en las salas de espera (de un aeropuerto, de una estación, de la consulta de un médico o del despacho de un cliente) se han imaginado más historias que en su propio escritorio.
Al final, al cabo de dos o tres años, son capaces de terminar una novela. Por desgracia, la mayoría no tendrá oportunidad de publicarla. Y los pocos que lo consiguen, se toparán con un editor que se da por satisfecho si llegaran a venderse tres mil ejemplares. Sin embargo, lo normal es que no se vendan ni mil. A dos euros el ejemplar, echen el cálculo. Editores, distribuidores y libreros ganan más en la venta de un libro que el que lo escribió (el tema de la burbuja editorial lo dejaré para otro día).
Así que quien piense que los escritores escriben para hacerse ricos es que no tienen ni repajolera idea de qué va el asunto. Son otras las motivaciones que les empujan a enlazar una frase con otra, pero ese tampoco es el tema de hoy.
El tema de hoy es la reivindicación de los escritores domingueros –y a mucha honra- sin los cuáles este tinglado sería incapaz de sostenerse. ¡Cómo que para que alguien les trate con desdén! Por eso, cuando se produce el milagro de que alguno triunfa, no puedo evitar alegrarme sinceramente.

domingo, 3 de julio de 2011

A solas

La joven se sentó con él sobre la arena bajo un cálido sol de invierno. Le había echado de menos todo el día. Por eso, le acarició con ternura, despacio, antes de apretarlo contra su pecho. Luego, como si formara parte de un ritual, se dejó embriagar por su olor. Ya sólo tenía ojos para él.
Pasaron la tarde los dos juntos, mecidos por las olas del mar. Él le contaba historias y ella sonreía en silencio, enredada en sus palabras. Al caer el sol, regresaron a casa. Ella no le soltó de la mano ni un solo instante. Tras la cena, no tardaron en estar juntos de nuevo. La joven se desnudó deprisa. Él la aguardaba en la cama.
A pesar de estar a gusto con él, comenzó a entrarle sueño. Se sentía relajada, acompañada… feliz consigo misma; por eso no quería dejarlo. Sin embargo, no pudo evitar quedarse dormida, esbozando una tibia sonrisa, mientras él permaneció recostado sobre su vientre toda la noche.
En sus sueños se colaron lugares exóticos, peripecias peligrosas, amores pasionales, épocas ancestrales...
Al amanecer, él seguía a su lado, paciente, fiel… esperándola para proseguir con sus historias. Pero ella tenía prisa por llegar a la oficina y ni siquiera le hizo caso. A él pareció no importarle. Permanecería en la habitación hasta su regreso.
Por la tarde llovía, así que la joven se acomodó junto a la chimenea. Él consiguió embelesarla con sus frases y con sus silencios. Pasaron las horas placenteramente y la historia concluyó. Una lágrima, tan sinuosa como las gotas de la ventana, resbaló por su mejilla. Fue cuando ella se dio cuenta de que ya no pasaría más tiempo con él. Le recordaría con cariño, aunque quizás nunca más le vería.
No se angustió por el vacío que ahora sentía. Ya le había ocurrido otras veces… infinidad de veces. Siempre sucedía igual. Necesitaba una nueva aventura que la alejara de lo cotidiano, que alimentase sus sueños, que la deleitara en sus momentos de soledad. Y, cerrando los ojos, determinó que pronto encontraría a otro que volvería a hacerle sentir bien. Sólo tenía que buscar en la estantería de su biblioteca.


(Relato escrito para Literatura y placer, de la Asociación de Escritores de Euskadi)

http://www.escritoresdeeuskadi.com/las-noticias/publicaciones/140-literatura-y-placer

viernes, 1 de julio de 2011

San Sebastián, capital cultural 2016

Esta semana me he alegrado muy sinceramente por la capitalidad cultural europea para 2016 para Donosti. Inevitablemente, mi mente se ha ido a los pasajes de mi última novela que se ambientan allí, en una época que mis lectores volverán a recordar.
Cuando María Guerrero declamaba en el Teatro Victoria Eugenia, la Argentinita actuaba en el Principal y Consuelo La Fornarina cantaba Clavelitos. Cuando Joselito, Machaquito y Bombita toreaban en la plaza de Atocha, en tanto que Rubinstein tocaba en el casino. Cuando los fotogramas de películas de tres rollos en el Gran Café del Rhin como la de Turi, el lapón hacían las delicias de sus parroquianos. Y cuando dos jóvenes ídolos locales, el tenor Jesús Aguirregaviría y el compositor José María de Usandizaga, llenaban los auditorios de una ciudad que rezumaba cultura y que comenzaba su eterno idilio con el cine para erigirse en el último bastión de una Belle Époque que ya se había esfumado al otro lado de los Pirineos.
Estoy seguro de que la Feria del Libro que hoy ha comenzado en San Sebastián se desarrollará con la mayor de las alegrías. Zorionak, Donosti!