jueves, 27 de octubre de 2011

El fin del terror

 Percibo que el fin del terrorismo de ETA ha generado una inmensa alegría general… pero contenida. Como si la gente no terminara de creérselo, como si nos costara desprendernos de un miedo que nos invadió durante tantos años que consiguió silenciarnos.
En aquellos años del plomo, yo vivía en Portugalete. Admitíamos los atentados como hechos cotidianos. Incluso, a algunos, apenas se les dedicaba una pequeña columna en los periódicos. Por aquel entonces, aun siendo adolescente, tenía muy claro las dos máximas necesarias para protegerse: no hablar de política con nadie y evitar pasar por delante de los cuarteles.
Todo el que haya vivido en Euskadi en los últimos cuarenta años, sabe lo que es el miedo. Y me da una rabia tremenda que un pueblo tan noble y tradicionalmente valiente como el vasco, se haya visto sometido primero por una dictadura franquista y luego por la del terror.
Por eso, mi historia es una más de tantas.
Apenas tengo recuerdos de aquel día. Cuando alguien presencia un asesinato, en teoría, no lo debería olvidar nunca. Máxime cuando se tienen catorce años. Supongo que la goma de borrar de mi cerebro quiso protegerme de pesadillas futuras.
Eran las tres y veinte del miércoles 31 de octubre de 1979 cuando yo salía del portal de mi casa, en el número 13 (hoy 11) de la calle Ortuño de Alango, para ir al colegio. En ese preciso instante, a escasos cinco metros de distancia, vi como dos tipos disparaban a bocajarro a un hombre que se encontraba en el interior de su coche y su cabeza caía sobre el volante, haciendo sonar el claxon. Todo sucedió muy deprisa. Los asesinos huyeron en una furgoneta que les aguardaba unos metros más adelante, mientras una joven gritaba desde una ventana, muy cercana a la de mi habitación.
Aún ignoro por qué –supongo que por miedo-, pero mi única reacción fue la de ir al colegio como si tal cosa. Ni siquiera me planteé regresar a casa.
Al poco rato, estando en clase, dos hombres entraron en el aula y, tras hablar con mi profesor, me llevaron a una sala de reuniones donde me interrogaron. No tengo ni la menor idea de cómo supieron que yo había sido testigo del atentado, pero sí recuerdo que sentí pánico ya que, en realidad, yo no estaba seguro de que fueran policías. Me limité a darles el detalle de la vestimenta de los terroristas y contarles que no pude ver sus caras, ocultas tras sus pasamontañas. Fueron ellos los que me contaron que el tiroteado acababa de morir en el hospital de San Juan de Dios.
Han pasado treinta y dos años y hasta hace poco apenas había hablado de aquello con nadie, quizás porque –como he dicho- algo dentro de mí no lo quería recordar. Ha sido tras el fin de ETA, la semana pasada, cuando he vuelto a salir de aquel portal en la calle Ortuño de Alango con mi bolsa naranja al hombro. Y he encontrado en Internet que aquel hombre a quien vi morir era un joven guardia civil pontevedrés de 29 años, llamado Manuel Fuentes Fontán. Y que la chica que gritaba en la ventana era su novia, a la que acababa de visitar.
Al año siguiente, dos kilos de goma 2 cambiarían mi destino para siempre. Por fortuna, alguien los encontró poco antes de que estallaran en las oficinas en la que trabajaba mi padre, en el tramo de carretera entre Subijana y Pobes. Sin embargo, aquello provocó que trasladaran a mi familia. Los terroristas me alejaron de la única tierra que hasta aquel momento conocía -y que era la mía- y de los únicos amigos que hasta entonces tenía -y que eran los míos-.
Por eso, en estos últimos días, quienes hemos vivido la lacra del terrorismo de una manera o de otra, tenemos sentimientos agridulces. Desde luego que estamos alegres por el fin del terror, pero nos hubiera gustado que este nunca hubiera existido.

martes, 18 de octubre de 2011

Nuestros rincones favoritos

Ignoro si a todo el mundo le pasará lo mismo, pero cada vez que conozco en profundidad una ciudad tiendo a buscar un lugar favorito que no sea el más popular. En París es la fuente Medicis en los Jardines de Luxemburgo, en Sevilla es el Hospital de la Caridad, en Madrid es el café Gijón o en Bilbao son los Jardines de Albia.
Algunos de estos lugares los visitarán a través de las páginas de mi próxima novela quienes se dignen a leerla. Aunque imagino que aún tendrán que esperar a la próxima primavera para encontrarla en su librería.
El caso es que este sábado en Salamanca, terminé mi recorrido fotográfico bajando por la calle Prior hasta el palacio de Monterrey para torcer a la derecha por la calle Bordadores. Me decepcioné un poco al comprobar que el bar donde terminábamos de madrugada, el Bogart, había cambiado de nombre. Sin embargo, rápidamente me recompuse: el Gatsby, el Niebla, la Hacienda y el Camelot estaban en su sitio después de más de veinte años. Todos estos garitos se encuentran en mi rincón favorito de Salamanca: el que se encuentra en torno al convento de las Úrsulas. Ni más ni menos, el que veía don Miguel de Unamuno cuando se asomaba por la ventana de su casa, la misma en la que vivió y murió, renegando de los hunos y de los hotros.

lunes, 17 de octubre de 2011

La ciudad nocturna más bella

Ya tenía ganas de sacar mi trípode por Salamanca. Este fin de semana, hice un recorrido de dos horas por su impresionante zona monumental y obtuve unas cuantas fotografías como las que les muestro hoy.
Por muchas veces que la visite, nunca dejará de maravillarme Salamanca. Y no sólo se trata de que le tenga un cariño especial por los cinco años de universidad. Es que realmente, la capital charra tiene un encanto casi mágico.
Tan especial es para mí que en ella he situado al protagonista de mis dos novelas publicadas y confío en que haya otras muchas con don Fernando de Zúñiga recorriendo sus calles desfaciendo entuertos.
No sé si será la ciudad más bonita de España cuando es de día pero, desde luego, lo es cuando cae la noche. Y estoy seguro de que don Fernando de Zúñiga se batiría en duelo con quien afirmase lo contrario... y yo, igual hasta también.

lunes, 10 de octubre de 2011

Uno de los nuestros

Estoy seguro de que si la muerte no se hubiera topado tan tempranamente con Félix Romeo, más pronto que tarde, le hubiera conocido. Y aunque ya no podré mantener esa convesación con él en la que hubiésemos tratado de lo dificultoso de compaginar cultura y negocio o en la que hubiéramos bromeado sobre la universalidad de nuestro nombre de pila (acento arriba, acento abajo, se escribe igual en casi todos los idiomas), en estos días sí he alcanzado a conocer muchos detalles de su pensamiento gracias a colegas y a amigos comunes.
Por eso, lamento su pérdida como si le hubiera conocido... porque, en realidad, le conocí.
Félix pertenecía a esa clase de intelectuales que estaban convencidos de que la cultura nos hace mejores, y además soñaba con proyectos en los que materializar sus ideas.
Un ataque al corazón se llevó sus ilusiones cuando sólo contaba con 43 años y media vida por delante.
Quién sabe si algún día, en algún lugar, se abra un centro cultural como el que Félix anhelaba y que, al menos, lleve su nombre, para que su recuerdo se mantenga no sólo en aquellos que tuvieron la suerte de conocerle.


P.D. Josema Carrasco le hizo este dibujo, y Antón Castro un precioso poema que pueden leer aquí.

martes, 4 de octubre de 2011

Leer con las manos

Entre los muchos debates que se suscitan cuando se juntan escritores, editores, libreros o periodistas culturales está el del futuro del libro.
A mí se me pone la misma sonrisa socarrona que a esta estatua de Oscar Wilde cuando oigo que el libro electrónico conseguirá hacer desaparecer al de papel.
No sé por qué, pero me da la sensación de que los que opinan así, se han limitado en su vida a leer con los ojos.
Por fortuna, siempre habrá manos que necesiten pasar una página para que a su dueño le de tiempo a suspirar mientras pierde su vista en el espacio con el único propósito de acumular sensaciones. Manos que acariciarán cubiertas. Manos que jamás podran terminar de leer un libro con un simple clic.
Y es que pocas cosas me resultan tan atractivas como una persona con un libro en las manos.