miércoles, 31 de diciembre de 2008

Felix año 2009

No me acuerdo muy bien cómo andábamos de tecnología en la época en que me hicieron esta foto. Aunque me da que aún no había teléfonos móviles ni correos electrónicos para felicitar el 1966. Entonces, cuando abrías el buzón solía haber cartas que no fueran del banco. Pero para bien o para mal, nos encontramos 43 años después y... ¡jobar Félix, que ha pasado casi medio siglo! Parece mentira. Afortunadamente me he dado cuenta a tiempo. A punto estaba de empezar a contar batallitas al estilo del abuelo Cebolleta (mecachis, con la mera mención de este personaje ya caí).
Aunque parece ser que fui un niño bastante precoz, esta foto no es un autorretrato. Simplemente es la mejor manera que se me ha ocurrido de intentar arrancarles una sonrisa, una sonrisa evocadora pero una sonrisa al fin y al cabo. Seguro que más de uno de ustedes tiene una fotografía similar.
En fin, hoy no puedo sino desear salud para mis lectores y todos sus seres queridos… y mucho tiempo libre para el año 2009. Salud y tiempo libre. No se me ocurre nada mejor.
Besos y abrazos para todos.

miércoles, 24 de diciembre de 2008

¡Qué bello es vivir!

No es que me mueva especialmente el espíritu navideño, pero dado que hoy es Nochebuena tampoco es plan de saltársela sin más. Una de mis películas favoritas es ¡Qué bello es vivir! (It´s a wonderful life) dirigida por Frank Capra casi diez años después de consagrarse con la magnífica Sucedió una noche (It happened one night).
Así que hoy haré una excepción, sin que sirva de precedente, y no incluiré ninguna de mis fotografías.
La trama se inicia precisamente tal día como hoy. El telón de fondo de la Navidad y un final feliz y apastelado no es que me entusiasmen, pero hay que tener en cuenta que Cappa la rodó justo después de terminar la II Guerra Mundial, en la que trabajó como documentalista. Y después de tanto horror, la humanidad necesitaba películas para congraciarse de nuevo consigo misma.
Lo que más me interesa de la historia es que a George Bailey (James Stewart), cuando está a punto de suicidarse, se le aparece Clarence, un ángel que tiene que ganarse las alas. Clarence le hace ver lo que hubiera sido del mundo que le rodea si él no hubiera existido. Me encanta. Muchas veces he reflexionado sobre cómo un nimio detalle, incluso de una persona anónima, puede cambiarle a alguien la vida… para bien o para mal.
Esta mañana presencié como un hombre resbalaba justo antes de que pasara el tranvía a su lado. Afortunadamente no pasó nada y se quedó a escasos centímetros de la muerte. El tipo estaba haciendo una foto y pisó una cáscara de plátano. Una mondadura que previamente alguien había tirado al suelo. Hubiese sido muy triste morir por la mala educación de un desconocido.
Pero cada uno de nosotros podría contar mil historias propias al respecto. Mil historias que han ido situándonos en el camino en el que nos encontramos. Desde el momento en que se conocieron nuestros padres, hasta hoy. Todos nos hemos topado con personas que, de un modo u otro, han ido forjando nuestra existencia. El profesor que orientó tu futuro, el amor que te abandonó, el amigo que siempre está ahí…
En fin, esto simplemente nos vale para recordarnos que muchas de las cosas que hacemos, a veces sin darnos cuenta, repercuten en las personas que nos rodean. Así que ya saben, a portarse bien. Por cierto, las campanitas sonaron en el árbol de Navidad en casa de los Bailey… y es que Clarence había conseguido sus alas.

martes, 16 de diciembre de 2008

La Salamanca de don Fernando de Zúñiga

La primera vez que llegué a Salamanca corría el año 1983. Era septiembre y fui para cumplimentar mi matrícula en la Facultad de Derecho. La primera noche, en la Plaza Mayor, tocaban Loquillo y Mecano. Aquel día me enamoré de esta ciudad... y hasta hoy.
Mi doctor Zúñiga -protagonista de La sangre de los crucificados- no podía impartir sus clases en ningun otro lugar. Aquí les dejo algunos de los escenarios por los que se movió trescientos años antes de que lo hiciera yo. Por cierto, Rubén Castillo Gallego ha reseñado en su blog (http://rubencastillo.blogspot.com/2008/12/la-sangre-de-los-crucificados.html) una critica, previamente publicada en el suplemento cultural Deitania, sobre mi novela. Palabras como las suyas me animan a trasnochar ante las teclas y seguir adelante. Gracias Rubén... de corazón.
Calle en la que vivía don Fernando de Zúñiga.

Desde la ventana de la habitación del vizconde del Castañar
se divisaban las torres de la iglesia de San Millán y de la catedral.

El doctor Zúñiga con frecuencia debía socorrer a los duelistas
que se batían a espada en la vecina calle del Desafiadero.

Entrada a la cueva bajo la cripta de la iglesia de San Cebrián
en la que su maestro Pablo Alonso le enseñó ciencias ocultas.

Fachada de la Casa de las Muertes.
Aquí apareció el primer cadáver.

El aula en la que impartieron sus clases
fray Luis de León y el doctor Zúñiga, entre otros.


Biblioteca de la universidad.
Don Fernando leyó muchos de sus libros.

martes, 9 de diciembre de 2008

El Kolitza y mi nueva novela


El cortejo fúnebre ascendía con aire cansino hacia la cima del Colisa. Unas pocas plañideras lloraban sin demasiada convicción. Los demás rostros del escaso grupo denotaban más cansancio que tristeza. Sólo una joven mujer parecía sentir la pérdida del difunto, misteriosamente asesinado. El sol de julio se mostró galante, atenuando la fuerza de sus rayos para incidir con suavidad en la muchacha. La rubia cabellera de Gorane Otamendi brillaba altiva sobre su ropaje enlutado. Era la única persona empeñada en acatar la última voluntad de su primo de ser sepultado en la ermita de San Sebastián y San Roque, en lo más alto de su querido monte. Una voluntad expresada por quien conocía con certeza el momento de su muerte.

Así empezarán (más o menos) las nuevas aventuras de don Fernando de Zúñiga, que si el tiempo (en este caso el que me falta para terminar la novela) y las autoridades (editoriales, por supuesto) lo permiten, verán la luz en la próxima primavera.
Quien me haya leído, habrá intuido que tengo manía por el rigor, y no sólo histórico. Así pues, dado que la historia comenzaba en Balmaseda, y más concretamente en el monte Kolitza (en la novela, lo escribo con el nombre que tenía en el siglo XVII, al igual que el resto de topónimos vascos) y habiendo leído que la subidita se las traía, allí que me fui a experimentar el cansancio en mis propias carnes y recordar mis tiempos de scout en Portugalete. He de confesar que casi no llego y eso que hice bastante recorrido en coche. Los años y los kilos tienen esas cosas.
En fin, las imágenes corresponden a la ermita y a las impresionantes vistas que se divisan desde lo alto. Como suele ser habitual, las fotos no hacen justicia a la belleza del lugar.
Pero lo más importante para mí es poder asemejar mi segunda novela con el Kolitza. A pesar del cansancio y las típicas dudas de novelista, estoy muy cerca de la cima y a punto de coronarla. O lo que es lo mismo, atacando el último capítulo. El título del libro lo tengo ya, pero aún no le revelaré. Poco a poco, quizás vaya desvelando algunas de sus claves. Mientras tanto, espero que disfruten de este breve anticipo.

miércoles, 3 de diciembre de 2008

Venecia

Reconozco que la semana pasada me pasé tres pueblos con lo de las tabernas. Así que hoy la cosa no va de leer. Aprovechando que Venecia está siendo noticia por la subida del nivel de sus aguas, me limitaré a mostrar algunas fotos que tomé hace unos meses en esta ciudad mágica.








martes, 25 de noviembre de 2008

Tabernas sevillanas

A Sevilla, al igual que al resto de ciudades, le resulta casi imposible escaparse por completo de las garras de la globalización. Las calles de las urbes se parecen cada vez más las unas a las otras y los establecimientos de las grandes marcas son todos iguales copando, además, los mejores emplazamientos, hasta hace bien poco ocupados por las tiendas de toda la vida; esto hace que el paisaje urbano de las capitales de provincia y de los pueblos importantes sea más que similar. Además, la gente compra la misma ropa, la misma comida o los mismos muebles por lo que al final todos, aparentemente, terminaremos pareciéndonos.
Por eso es de agradecer que en estos tiempos que corren, llenos de prisas y de preocupaciones, todavía queden algunos reductos con identidad propia en los que sea posible relajar la mente mediante una terapia a base de tapeo, una buena tertulia con los amigos y, si se tercia, disfrutando de música en directo. En Sevilla, afortunadamente, ha habido gente que ha sabido mantener muchos de estos lugares de antaño para deleite de los que viven la ciudad o la visitan atraídos por su encanto.
Existe un buen número de bodegas y tabernas en las que es posible degustar una sabrosa tapa, tomar un buen café o tener la oportunidad de escuchar flamenco o flamenquito, que no es lo mismo. Para la mayoría, le es suficiente con las rumbas o sevillanas de “Lola de los Reyes” o de “la Anselma” en Triana donde la clientela nunca sale defraudada; pero si se buscan emociones más fuertes, es posible que nos encontremos con locales menos conocidos donde algún espontáneo se arranque con una soleá. Matías, en el barrio del Arenal, regenta uno de estas tabernas en el lugar que antiguamente ocupaba una abacería; aquí siempre hay una guitarra afinada a disposición de quien se atreva con ella. Cuando Eugenio la acaricia, se hace el silencio y Guillermo o Luis nos pueden cautivar con un tanguillo o una bulería. Algunos de sus asiduos incluso no necesitan instrumento para cantar porque llevan la música en la voz, tienen ese don de llevar el son en las cuerdas vocales. Si baja el duende –como dice Matías- los aficionados pueden disfrutar de lo lindo; él mismo canta las sevillanas de “El Pali” como se las oyó al maestro.
Junto a estos lugares que encuentran su mejor momento bien avanzada la noche, existen montones de bares cuyo encanto reside en degustar las buenas tapas que preparan; algunos de ellos además lo vienen haciendo desde hace muchos años. Aunque parezca difícil de creer, aún quedan antiquísimas tabernas que ya refrescaban a nuestros antepasados antes de que alguien inventara la primera tapa, “tapando” un vaso de vino con una loncha de jamón. Se dice que fue el rey Alfonso XII en una de sus visitas a Cádiz el afortunado con aquella lisonja y encantado con el “invento” pidió otro vaso de vino “con tapa”. Bastante antes de aquello, en el siglo XVII, “El Rinconcillo”, detrás de la iglesia de Santa Catalina, ya había abierto sus puertas en 1670, por lo que tiene el honor de ser la taberna más antigua de la ciudad. Toda su decoración como su carpintería o sus azulejos hacen que nos demos cuenta enseguida de que estamos en un recinto único. Si tenemos suerte y no llegamos a una hora punta, es fácil fantasear e imaginarse a un caballero de capa y espada, bebiendo una jarra de vino en la mesa de al lado. No en vano, constituye uno de los escenarios de “La sangre de los crucificados”. Muy cerca está “Los Claveles”, bastante más reciente, ya que “sólo” data de 1841 y menos restaurada que su vecina pero digna, igualmente, de visitar para probar los montaditos de melva. Por la misma zona, en la Plaza de la Encarnación, podemos tomar una cerveza o un café en “Los Alcázares”, de 1902, preferiblemente después de comer en una tarde soleada de invierno, justo cuando el sol realza el barniz de las viejas sillas de madera.
Pero bodegas y tabernas en Sevilla no faltan y si en una puedes admirar sus viejos mosaicos, en otra puedes comerte una “pringá” (no deberían perderse la que preparan en la Bodeguita Romero) o contemplar un vetusto cartel de una corrida de toros o de las Ferias de Primavera o... simplemente beber una cerveza. “Casa Morales” en la calle García de Vinuesa es otra de esas tascas con encanto; desde 1850 vienen cuidando a su clientela en un ambiente que ha respetado el gusto por lo añejo y que conserva muchos detalles de otros tiempos en los que la vida transcurría más sosegada y era posible una tertulia con los amigos sin que fuera interrumpida por un teléfono móvil. Por cierto, no sería mala idea que a alguien se le ocurriera prohibir el uso de estos aparatos en ciertas tabernas de culto para que no rompieran el hechizo del momento. Otras bodegas centenarias, dignas todas ellas de ser frecuentadas, son “Entrecárceles”, junto a la Plaza de San Francisco, “Bodeguita San José” en calle Adriano y “Bodega San Lorenzo”, cerca del Gran Poder. Volviendo a Triana son muy recomendables dos lugares en la calle Castilla, uno al principio y otro al final; “Casa Cuesta” fue fundada en 1908 y, a pesar de haber sido restaurada recientemente, mantiene el sabor de los viejos cafés. Bien distinto es “Sol y sombra”, un curioso local empapelado por completo (incluidos los techos) de viejos carteles de corridas de toros y con una estupenda cocina.
También en el Barrio Santa Cruz hay numerosos bares, más frecuentados por los turistas: “Las Columnas” -una vieja bodega bajo unos soportales-, el “Giralda” -una peculiar cervecería que data de 1934, asentada sobre unos antiguos baños árabes- o la diminuta taberna “La Goleta” regentada por “Alvaro Peregil” -heredero de una larga saga de taberneros- son sólo algunos ejemplos de lo que nos podemos encontrar en la calle Mateos Gago, antes de adentrarnos en este maravilloso entramado de estrechas callejuelas que componen uno de los barrios más bonitos de nuestra geografía urbana, jalonado de recovecos y tabernas en las que tomar una cerveza es algo más que ir de tapas. Cuando llega la primavera, sentarse en una pequeña terraza y dejarse embriagar por la luz sevillana y por el olor a azahar es uno de esos pequeños placeres al alcance de cualquiera y que todo el mundo debería tener derecho a disfrutarlo alguna vez.
Capítulo aparte merece la taberna “Quitapesares” en la Plaza Jerónimo de Córdoba y su dueño, “Pepe Peregil”, toda una institución en Sevilla. “Peregil” atiende con gracia a los parroquianos de su taberna, inaugurada por su abuelo en 1915. Lo mismo canta una sevillana mientras sirve un delicioso vino de naranja que cuenta una anécdota o improvisa una saeta. Desde luego, es una visita obligada tanto por lo emblemático del lugar como por las personas y personajes que nos podemos encontrar. Eso sí, es conveniente apuntarse al vino o a la cerveza ya que pedir un refresco aquí puede tomarse casi como un sacrilegio.
Hay un hecho que llama poderosamente la atención al visitante de la ciudad y es que la decoración de la mayoría de los bares, bodegas y tabernas está marcada por el fervor religioso del pueblo andaluz. Lo que a un turista pueda parecerle sorprendente e incluso irreverente, para el sevillano es un sentimiento que tiene que exteriorizar. Es prácticamente imposible entrar en uno de estos lugares y no encontrarse con estampitas, grandes cuadros o imágenes -sobre todo de Vírgenes, entra las que la del Rocío ocupa, sin duda, el papel protagonista-. No podemos olvidar que la Semana Santa y la Romería del Rocío son, junto con la Feria, acontecimientos trascendentales y que marcan el devenir de la ciudad. De hecho, para algunos sevillanos la Semana Santa se inicia al día siguiente del Domingo de Resurrección, no es difícil encontrarse bares con pequeños calendarios en los que se marcan los días que faltan para el próximo Domingo de Ramos (los hay hasta electrónicos como el de “La Flor de Toranzo”). Esta exaltación del culto a las imágenes religiosas y lo que significan, es comprensible a medida que se profundiza en la idiosincrasia de este pueblo -forjada generación a generación- en la que se conjugan tradición y religión expresadas apasionadamente.
Esta cultura imaginera proporciona momentos de gran belleza que no pueden dejar a nadie indiferente. En algunos locales nocturnos, como en “la Anselma” en Triana o en “El Tamboril” en la Plaza de la Santa Cruz, a una determinada hora se prescinde de la iluminación eléctrica y se le canta una Salve a la Virgen del Rocío a la luz de las velas. No deja de ser una imagen pintoresca ya que junto a personas que escuchan con devoción, hay otras –normalmente turistas- que asisten impresionados, expectantes y atónitos por primera vez a esta mezcla de liturgia y fiesta que sirve para acercar lo divino a lo profano, o viceversa. Pero no solamente se veneran imágenes religiosas como en el mencionado “El Tamboril” donde existe una réplica de la Virgen del Rocío en una caja de cristal; hay otros lugares que tienen en una vitrina un traje de luces o, si no acercamos a la “Abacería de San Lorenzo” -en el arco del Postigo-, además de tomar unos montaditos o escuchar las sevillanas de Vicente, su dueño, podemos ver tras una urna un busto de Curro Romero junto aun retrato de Camarón de la Isla.
En definitiva, se trata de descubrir poco a poco estas tabernas y los variopintos personajes que la frecuentan, entablar conversaciones y dejar que nuestros sentidos disfruten del momento. Su estética, su arte culinario, sus olores y los ecos de pequeñas historias (y canciones) que han albergado algunas durante siglos, son motivo más que suficiente para dejarse atraer por ellas y, desde luego, es de agradecer a quienes las regentan su empeño por mantener el sabor de siempre y convertirlas en pequeños bastiones contra la globalización.


miércoles, 19 de noviembre de 2008

Mundanal ruido

Hoy estoy hastiado del mundanal ruido… en el sentido más amplio de la expresión. Hoy tengo uno de esos días en los que uno se encuentra cansado de todo. Uno de esos días en los que, sin saber muy bien por qué, uno se siente agobiado. Uno de esos días en los que uno se arrepiente de la responsabilidad asumida… de las responsabilidades asumidas. Uno de esos días en los que uno firmaría por perderse, a ser posible en una isla desierta o en una gran ciudad lejana.
Supongo que es una sensación generalizada.
Nos creamos demasiadas obligaciones, económicas y personales. Y, a veces, las obligaciones nos sobrepasan. Y eso que yo, en honor a la verdad, tampoco tengo muchos motivos para quejarme. Conozco mujeres maltratadas por sus maridos, madres que han perdido a sus hijos, personas que no pueden pagar la casa en la que vive su familia, hombres destruidos por la cocaína, enfermos terminales... Pero todo el mundo posee el derecho a no tener un buen día. Y ahí me encuentro yo. Sin motivo aparente.
En uno de esos días en los que me saltaría la dieta mediterránea para zamparme tres hamburguesas o en los que me acostaría para dormir veinticuatro horas seguidas. Uno de esos días en los que uno borraría de un plumazo el mundo que se ha construido a su alrededor, o mejor dicho, que ha dejado que se construya sin haber supervisado los planos.
Tomé la foto en mi búsqueda de escenarios para “La sangre de los crucificados”. Es el claustro del convento dominico de San Esteban en Salamanca. Una maravilla arquitectónica y un remanso de paz dentro de la ciudad. Es lo que más me gusta de los conventos de las ciudades. En unos segundos pasas de una calle llena de coches y prisas a un recinto donde el tiempo parece haberse detenido. A un lugar donde domina el silencio. Adoro el silencio. Adoro la paz. Adoro la tranquilidad.
Por eso, me gusta la noche para escribir. Se me pasan las horas sin darme cuenta. Me encanta arrastrarme somnoliento hasta la cama a altas horas de la madrugada. Lo malo es ese maldito despertador que me avisa de que he de dejar el mundo de los sueños y regresar a la realidad.
Hoy tengo uno de esos días en los que me metería en un convento. Pero tampoco me veo de monje. Ya se sabe. Madrugan para rezar y, además está el asunto ése de los votos. Decididamente, hoy no tengo un buen día.

miércoles, 12 de noviembre de 2008

Alberto García Alix

No todo el mundo tiene la suerte de tener a un Premio Nacional de Fotografía como maestro. Cuando me apunté al taller de Alberto García Alix no tenía conciencia de quién era. Estaba aburrido de mi rutina diaria en una oficina y decidí cambiarla en busca de un ambiente bohemio. De paso, aprendería un poco más sobre el retrato, la disciplina que más me gusta. Pero me equivoqué. Con Alberto no aprendí un poco más… sino muchísimo más. Durante aquellos tres días de clases y opiniones magistrales me bauticé como fotógrafo.
Y de García Alix… qué decir. Todo un personaje. Absolutamente tatuado. Con una filosofía de vida muy peculiar. Algunos alumnos le veneraban como a un dios. Y él se dejaba querer. Porque dentro de ese cuerpo con aspecto de quinqui enjuto, se alberga un corazón de niño grande.
Cuando comenzaba una sesión fotográfica, entraba en trance. Le va la vida en cada foto que hace. Imposible derrochar más pasión.
A alguien se le ocurrió ir una noche a una disco pija. Íbamos en mi coche. Los bohemios o no tienen coche o no están en condiciones de conducirlo. Alix se sentaba detrás. De repente gritó:¡Félix, para, para! Cerró los seguros para que no saliera nadie. Se le había caído al suelo un carrete, que acababa de sacar de su Leica, y de ahí no se movía ni Dios hasta que se encontrase. Lamentablemente apareció enseguida. Por cierto, con las pintas de Alberto, no nos dejaron entrar en la discoteca y terminamos en un antro de jazz en vivo.
Esta foto se la tomé durante el curso. Uno de los consejos que nos dio fue que en un retrato debían evitarse los objetos superfluos, como los relojes. Me vi negro para que el suyo no saliera.
Alberto me elogió la fotografía. Quizás por estar arrepentido del susto que me dio en el coche. Aunque en honor a la verdad hay que decir que no es pródigo en halagos y que su sinceridad a veces resultaba brutal. Sólo me puso un pero: que no apareciese su Rolex. ¡Mecachise la pena negra! Parece ser que en este caso, el reloj hablaba de la personalidad del retratado.
En fin, desde entonces me he prodigado en el retrato. Por supuesto, con carretes (tengo la sensación de que a las fotos digitales les faltan alma) y, normalmente, en blanco y negro (no hay color).
Ahora Alberto García Alix expone en el Centro de Arte Reina Sofía de Madrid hasta el 16 de febrero de 2009. Casi nada. Más de doscientas fotografías componen “De donde no se vuelve”.
Tal vez él no lo sepa, pero tengo mucho que agradecerle. Evidentemente, no me perderé la exposición. Enhorabuena, maestro.

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Pérfida parca

La muerte suele ser cruel. La mayoría de las veces, traidora. Pepín no la vio venir. Era excesivamente bonachón y, por eso, le pilló desprevenido. Pérfida parca. A sus amigos también nos cogió de sorpresa.
Estuve con él a finales de agosto y tenía una tos fea a la que no le hacía ni puto caso (palabras suyas). No quería ver a los médicos ni en pintura. La semana pasada le ingresaron en el hospital (estoy seguro que obligado) y duró tres días. Si se es un poco bruto, se es con todas las consecuencias. Así era Pepín.
Pepín pertenecía a una de esas familias queridas por todos. Una de esas familias que se caracterizan por su buen corazón. Una de esas familias con las que se ha cebado especialmente la muerte. Pérfida parca. Esteban hace unos meses que enterró a su hijo, fallecido en un accidente de tráfico, y ahora acaba de dar sepultura a su hermano pequeño. Nadie le reprochará que se seque el pozo de sus lágrimas.
Pepín era uno de esos tipos noblotes que andaba siempre de buen humor. Nunca le vi enfadado.
Esta foto se la tomé hace cuatro años. Estaba orgulloso de la edad de su camioneta, con la que hacía el reparto de bebidas a los establecimientos de la comarca. Félix, tienes que hacernos una foto con el camión a todos los que trabajamos con él. Eso me lo dijo este verano. Pero la pérfida parca se ha interpuesto entre el objetivo de mi cámara y la familia Martínez, que ya hace tiempo que no está completa.
Amigo Pepín, puede que esta foto me ayude a recordar tu rostro cuando el tiempo amenace con borrar tu imagen de mi memoria. Pero lo que no conseguirá el tiempo ni la pérfida parca será que todo tu pueblo te eche de menos. Descansa en paz.

miércoles, 29 de octubre de 2008

Un mundo pinchado

Mucho me temo que escenas como ésta pasarán a formar parte del paisaje urbano de nuestras ciudades más de lo habitual.
Desconozco la historia de este buen hombre. Bien pudiera ser la de un padre de familia que, después de pasarse el día buscando trabajo en vano, ahogó sus penas en un cartón de vino para quedarse dormido en el patio de los Naranjos, muy cerca de la Giralda. Grandezas y miserias humanas.
Ojalá me equivoque, pero no vamos bien. Hemos creado una sociedad materialista a la misma velocidad que destruimos valores fundamentales. Materialista y global. No sé si global viene de globo pero, desde luego, éste está pinchando y se va deshinchando (quién sabe hasta dónde).
Y el asunto se nos ha ido de las manos. Lo que está ocurriendo (y lo peor está por llegar) ni siquiera es un castigo divino, sino una pésima gestión de nuestros recursos, naturales, económicos y humanos.
De esto no podemos echar la culpa a los gobernantes. Al fin y al cabo, suelen ser personas mediocres, con escasa preparación, que hacen lo que pueden -que no es mucho-como jugar al Monopoly con dinero de mentira hasta endeudarse (perdón, quería decir endeudarnos) de verdad.
Tampoco tienen culpa quienes les votan. No hay dónde elegir.
Ni siquiera son culpables lo que estando capacitados para mayores empresas, dan la espalda a la sociedad, refugiándose en su individualidad ante tanto despropósito. Jamás podrán liderar masas que les lleven al poder, a un poder que no quieren porque ningún sabio quiere el poder.
El culpable es el de siempre: el sistema. Lo malo es que no sé qué diablos significa realmente, ni cómo hemos llegado a él. ¡Ah, sí! La pérdida de valores. Ahora no tengo tiempo de buscar en el diccionario pero creo que algunas palabras de castellano antiguo ya estarán retiradas por caducidad: educación, honor, humildad, esfuerzo, solidaridad, urbanidad… (ésta última, fijo).
Más tarde o más temprano no nos quedará otro remedio que hacer caso a los sabios (los que no mandaban) de la Grecia clásica -desde entonces, apenas hemos aprendido nada nuevo- cuando recomendaban abandonar los grandes caminos para buscar los senderos… si antes no nos hemos cargado del todo este tinglado.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Un día de lluvia

Hoy llueve en Sevilla. Me gustan los días de luz, siempre y cuando no apriete el calor, pero adoro la lluvia. Quizás sea porque cuando regresa la infancia en forma de recuerdos, una parte de lo que llevamos dentro se siente como en casa.
Una foto, el regreso de un amigo, una película… un día de lluvia nos devuelve, de forma efímera, a ese lugar del que nunca quisimos salir. Para mí la lluvia es una máquina del tiempo que transporta mi mente a los días grises de Bilbao o de Portugalete.
Desde entonces me ha costado cobijarme bajo un paraguas. Parece que cuando uno es niño no lo necesita. Por eso, cuando la responsabilidad me invade más de la cuenta, sencillamente salgo a la calle un día como éste, miro hacia arriba y permito que el agua arrastre mi estrés hasta el mar.

miércoles, 15 de octubre de 2008

Flamenco

Nunca fui especialmente aficionado al flamenco. No obstante, a veces disfruto con él. Y como en todos los disfrutes, siempre se recuerda la primera vez. Sucedió en Granada. No, no basta con decir Granada. Debo ser más preciso. Sucedió en una cueva del Sacromonte. Llegué empujado por un amigo pintor, que me integró en un grupo donde no conocía a nadie. Así como fue como siete u ocho personas nos sentamos alrededor de una mesa, a la luz de las velas.
A eso de las dos de la madrugada, después de alguna que otra copa (creo que la mayoría tomaba vodka con lima), el tipo que estaba a mi izquierda se pone a cantar (o se arranca que es lo mismo, pero más propio). En diez segundos provocó que mi vello se erizara. Nunca antes había oído a nadie con tanto sentimiento en la voz, ni con tanta fuerza a la hora de transmitirlo. Disfruté con el flamenco como no creí que uno de Bilbao pudiera hacerlo. ¡Ah! Por cierto, ese tipo se llamaba Enrique Morente. Por supuesto que hasta aquel momento no tenía ni repajolera idea de quién era.
Desde entonces, así es como me gusta el flamenco: poca gente, luz tenue, avanzada la madrugada en un pequeño local y un cantaor dejándose la garganta y el alma en el empeño.
No es fácil… lo sé. Sin embargo, a veces esta magia se deja caer por una tabernita del Arenal de Sevilla. Esta foto corresponde a uno de esos momentos en los que el espontáneo cantaor, además se marcó un taconeo. Uno de esos momentos en los que resulta imposible no amar el flamenco.

miércoles, 8 de octubre de 2008

El Hospital de la Caridad

Sin duda, el Hospital de la Caridad es una de las joyas más desconocidas de Sevilla. Imposible encontrar un barroco más puro en tan reducido espacio. Posiblemente este conjunto constituya la cumbre del barroco español.
Su capilla en honor de san Jorge es una maravilla arquitectónica que alberga, a su vez, obras artísticas de enorme valor. Los principales imagineros, pintores y retablistas de la época participaron en la creación de un espacio único, que no deja indiferente a quien lo conoce.
Entre sus paredes aún se puede sentir el afán de Murillo, de Simón Pineda, de Valdés Leal o de Roldán en plasmar el empeño de don Miguel de Mañara en hacer ver la estrecha línea que separa la vida de la muerte.
Supongo que cada novela tiene un lugar que la inspira... si yo no hubiera conocido el Hospital de la Caridad, tampoco hubiese escrito “La sangre de los crucificados”.
Pero el Hospital de la Caridad es más que un edificio repleto de arte.
Durante la última Feria del Libro tuve la oportunidad de acudir junto a algunos de mis lectores. En una de las visitas sucedió algo casi mágico: entrábamos charlando y al llegar al patio que se ve en la foto el grupo, compuesto por más de cincuenta personas, enmudeció. El murmullo del agua, brotando de las fuentes, ponía música a un silencio provocado por la admiración.
Durante un efímero instante, creo que todos sentimos una tremenda paz interior.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Villalpando

Para los que vivimos en las grandes ciudades es una suerte tener pueblo, un lugar donde ir (por no decir huir); donde quitarte el traje y los atavismos; donde pasear por el campo para contemplar una puesta de sol imposible: donde jugar al mus; donde olvidarte del mundo frente a una chimenea mientras tu mente baila con las llamas; donde levantarte por la mañana, ¡cuando ya es de día!, comprar una chapata en la panadería y meterte dos huevos fritos entre pecho y espalda para desayunar. Un lugar en el que tus amigos siempre están ahí, aunque hayan transcurrido meses o años sin haberlos visto. Un lugar donde evocar tiempos pasados...
Si bien yo soy vasco, ese lugar para mí se llama Villalpando. Villalpando es un pueblo, de la provincia de Zamora, forjado por la historia. Ahora es pequeño, pero aún guarda monumentos de sus tiempos pretéritos de esplendor. Sus fiestas cuentan con una larga tradición taurina.
Yo no soy especialmente aficionado a los toros; sin embargo, antes corría en los encierros. Ya las facultades no son las mismas y uno empieza a ser consciente de sus limitaciones. Aún así, de vez en cuando me juego el tipo por una foto. Sé que es una estupidez. No creo que sea por la foto en sí sino por autoconvencerme de mi valentía y de que mi juventud no ha muerto del todo. Lo dicho: una estupidez.

miércoles, 24 de septiembre de 2008

El Cachorro



A veces la vida te sorprende. O dicho de otro modo: las casualidades van marcando tu destino. Quien me conoce sabe cómo nació "La sangre de los crucificados". Un accidente en un ojo me obligó a estar boca abajo durante más de un mes. No podía levantar la cabeza para nada, ni para andar, ni para comer, ni para ver la tele, ni para dormir... Pero bueno, ésa es otra historia. Lo cierto es que tanto tiempo postrado me permitió pensar y reflexionar sobre casi todo. Al poco pude empezar a leer, eso sí, sin dejar de mirar hacia abajo.
Fue cuando descubrí la leyenda de El Cachorro: un escultor desesperado por su falta de inspiración para esculpir un Cristo moribundo, se encuentra por casualidad con un gitano que agoniza tras una reyerta. Ese gitano al que apodan El Cachorro se convertirá, gracias a la gubia de Ruiz Gijón, en uno de los crucificados más bellos de la imaginería española.
Días antes de mi accidente había visitado el Hospital de la Caridad en Sevilla, una de las joyas barrocas más desconocidas... y más hermosas. Otro día hablaré sobre este lugar.
Curiosamente me enteré de que el Hospital de la Caridad y El Cachorrro son de la misma época. Se llevan diez años. En ese preciso momento comenzó a gestarse "La sangre de los crucificados".

miércoles, 17 de septiembre de 2008

12 de marzo de 2004

Llovía a mares en Sevilla. Al fondo, la estación de Santa Justa. El agua y la luz de las farolas coquetean, formando un halo en el cielo. Sobre el puente miles de paraguas manifestándose silenciosamente con rabia contenida por el atentado de la mañana anterior. Fue un día triste, un día de luto. Pero por esos caprichos del destino, en esa misma noche, mi amigo Pedro comenzó su aventura de amor con Mariola. Allí están ellos, en medio de esa dolida marabunta. Ahora tienen una niña muy bonita. Le llamaron Candela. Quizás en recuerdo de esas luces que iluminaron sus rostros aquella noche en que homejeamos a las víctimas de Madrid.

Miradas



No hace mucho me enteré de la existencia de un fotógrafo cubano, Eladio Reyes. Desgraciadamente para él, no sólo es conocido por la calidad de su obra, muy meritoria por otra parte. Resulta que Eladio Reyes es ciego. Sí, lo he dicho bien, un fotógrafo ciego. Parece que distingue algo de claridad y en eso se basa para saber donde tiene que colocarse y disparar. Un lazarillo le ayuda a realizar su trabajo y a asesorarle sobre las imágenes tomadas.


Es difícil imaginar lo que Eladio Reyes daría por poder disfrutar de sus fotos; o mejor aún, por ser capaz de captar todos los matices de una puesta de sol o de la inmensidad de un paisaje para plasmarlo en un papel.


Mucha gente no valora los dones de los que goza. Vive a toda prisa, mirando únicamente hacia delante, sin saber muy bien adónde va. Conduce por la carretera sin fijarse en las formas de las nubes. Camina por la ciudad sin percatarse de la influencia de la luz, natural o artificial, en los edificios. Es capaz de hacer un viaje en tren sin ni siquiera echar un vistazo a través de la ventana para contemplar el paisaje. Se imbuye en una película o en el ordenador portátil y se pierde paisajes que nunca volverá a contemplar de la misma manera.


Los edificios, las montañas, el mar permanecen inalterables en su sitio y, sin embargo, son distintos cada vez que los miramos. La luz los hace diferentes en cada estación del año y en cada hora del día, pero no debemos obviar que lo que determina nuestra visión de las cosas es la predisposición que tenemos para contemplarlas. Nuestro estado de ánimo es fundamental para mirar de una u otra manera. Ya se sabe, no hay peor ciego que el que no quiere ver. A Eladio Reyes le falta el sentido de la vista pero tiene el don de ver más que la inmensa mayoría de la gente.


Yo, desde pequeño, tengo un ojo vago. El problema se me ha ido agravando con la edad. Para colmo, ese ojo sufrió un accidente hace tres años, lo que ha provocado que haya perdido prácticamente la totalidad de la visión. Las retinas tienen esas cosas. El rosario de operaciones únicamente ha conseguido que el globo ocular se mantenga en su sitio y, al menos, adorne. Mejor que nadie, puedo decir que mi hija es mi ojo derecho.


Quizás por ello, disfruto más de lo que veo. Y cuando un rayo de sol es capaz de hacerse paso a través de un puñado de nubes tormentosas, me detengo a contemplarlo. Me abstraigo de la vorágine que nos rodea y ese haz de luz valiente me hace sonreír. Si además, me pilla con la cámara cerca puedo hasta olvidarme del resto del universo. El resultado da un poco lo mismo. Lo que tiene valor es el hecho de saber mirar. Algunas personas critican a aquéllas que disparan sus digitales como posesas allá por donde van. A lo mejor, mirar el mundo a través de un visor o una pantalla te ayuda a mirarlo. Lo triste sería necesitar una cámara para mirar el mundo o mirarlo solamente cuando usas la cámara.


Más que fotógrafo, me reconozco un cazador, o quizás un rescatador, de imágenes. Miro, espero, miro, calculo, miro, respiro, miro, ¡disparo!, miro, sonrío. Acabo de obtener una imagen que nunca morirá. Quiero tener el privilegio de ir compartiendo algunas de ellas, con sus respectivas historias, con quien se asome a esta ventana.