jueves, 30 de junio de 2011

Villalpando (y VII)

El pueblo de mis mayores.

Villalpando (VI)

Un pueblo en el que regresar al pasado.

Villalpando (V)

Un pueblo de noches mágicas.

Villalpando (IV)

Un pueblo de mil y un rincones.

Villalpando (III)

Un pueblo donde las leyendas huelen a cedro oriental.

Villalpando (II)

Un pueblo forjado por la historia.

Villalpando (I)

Un pueblo de atardeceres imposibles.

jueves, 23 de junio de 2011

Bilbao

Cuando éramos niños, jamás se nos hubiera ocurrido que a ningún turista le pudiera interesar Bilbao. Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a uno sobre el puente del Arenal, fotografiando el teatro Arriaga. Mis amigos y yo nos quedamos observándole, atónitos, hasta que se fue.
Aquella imagen fue lo primero que se me vino a la cabeza cuando mi amigo, el escritor David Torres, me comentó en la Feria del Libro de Sevilla que le había encantado Bilbao y que para él era la ciudad más bonita de España. Nunca lo había oído antes de nadie y reconozco que me tocó la fibra sensible.
Durante casi un siglo, los maravillosos edificios decimonónicos han estado ocultos tras la contaminación provocada por la vorágine industrial. Con la reconversión, los jardines fueron ganando terreno a las fábricas y la brisa consiguió apartar el humo.
Desde entonces, la gestión urbanística sobre Bilbao ha sido impecable y no sólo en el entorno de la ría. Quien no haya visitado Bilbao en los últimos veinte años, no reconocería la ciudad.
Tras conseguir el año pasado el máximo galardón mundial a nivel de ciudades por su proceso de transformación, este año se Bilbao es finalista –junto con Ciudad del Cabo y Dublín- para ser la Capital Mundial del Diseño en 2014. La ganadora la dará a conocer el International Council of Societies of Industrial Design (ICSID) en el mes de octubre. Al margen de distinciones, ¿no es para estar orgullosos? P.D. La magnífica foto que encabeza esta entrada es de mi amigo Javier T. Palacio.

viernes, 10 de junio de 2011

Trenes perdidos

Tenía pendiente esta entrada desde que el 19 de mayo acudiera al concierto de Los Secretos en Sevilla. Creo que la primera canción que escuché de ellos fue Déjame en un autobús, camino de aquel campamento de Hoz de Abiada en el verano de 1980. Desde entonces, los he venido siguiendo y he estado al tanto de sus vicisitudes. La más trágica de ellas, la muerte de Enrique Urquijo hace casi doce años; el hombre de la voz rota que le cantaba a la tristeza mejor que nadie.
Cuando se tercia, mi amigo Carras y yo pillamos por banda a mi primo David Modroño (todo un artista) y su guitarra y entonamos nuestro repertorio de canciones de desamor en su buhardilla mientras damos cuenta de alguna que otra botella.
Algunas de esas noches han sido legendarias. Muchas de las melodías de Los Secretos las hemos elevado a la categoría de himnos y, hasta me atrevería a decir, que han marcado momentos de nuestras vidas. Por eso, el otro día disfruté como un niño en el concierto, máxime cuando por esos avatares del destino, tuve la oportunidad de estar en primera fila.
Junto a las viejas canciones, magníficamente interpretadas por Álvaro Urquijo y coreadas por puretas cuarentones vestidos de negro -como si con nuestro atuendo pudiéramos regresar a los viejos tiempos-, Los Secretos anticiparon algunos temas de su nuevo disco.
Por cierto, David, tienes que incorporar Trenes perdidos a tu… a nuestro repertorio.

sábado, 4 de junio de 2011

En la luz inmóvil

Tengo la sensación de que, cada vez más gente, se encuentra atrapada en la redes sociales; de que hay millones de personas que han hecho de Internet su refugio, como si los chats, Twitter, Facebook o Tuenti fuesen los únicos lugares en los que pueden ahogar su soledad a base de la búsqueda de seguidores o amigos virtuales, muchos efímeros; buscando, quizás, un bálsamo con el que aliviar las carencias de su vida real, de su anodino día a día; en definitiva, de su insatisfacción.
Opino –y es sólo mi opinión- que el uso abusivo de las redes es una adicción que está convirtiendo a millones de internautas en esclavos de la modernidad. No entendemos nuestro tiempo libre sin levantar la tapa del ordenador o sin teclear nuestro móvil. Sacrificamos lecturas de libros o paseos por el campo a cambio de engancharnos a una pantalla que acaba generando ansiedad. Por no hablar de que las estadísticas dicen que los españoles, de media, hacemos el amor 118 veces al año, dedicándole a cada una unos quince minutos… patético.
Sé que se me ve el plumero al reivindicar los libros no sólo como el mejor remedio contra la soledad o el aburrimiento, sino como una de las formas más atractivas de ocupar nuestro ocio. Los libros no sólo nos entretienen; además nos agradecen nuestra atención, formándonos y gratificándonos.
No se me ocurre mejor manera de pasar un sábado por la tarde que leyendo una buena novela en un jardín, en tu sillón preferido o junto al mar, mientras la brisa te ayuda a pasar las hojas.
Hoy le ha tocado el turno a En la luz inmóvil de Ramón Pernas. Una de esas novelas que te recuerdan el placer de la lectura. La obra de Ramón está repleta de pequeños tesoros en forma de frases preciosas. Algunas valen por sí mismas toda una novela.
Me gusta leer libros de los escritores que me van presentando. Es una forma de saber de ellos mucho más allá de una mesa redonda, una simple comida o unas cervezas. La verdadera personalidad de un escritor se refleja en sus libros. Y Ramón me ha demostrado una sensibilidad exquisita que no supe adivinar el día que le conocí.
Y pensar que millones de personas han pasado la tarde alienadas ante un ordenador, mientras un sinfín de novelas deliciosas les aguardan pacientes en alguna estantería...