miércoles, 15 de octubre de 2008

Flamenco

Nunca fui especialmente aficionado al flamenco. No obstante, a veces disfruto con él. Y como en todos los disfrutes, siempre se recuerda la primera vez. Sucedió en Granada. No, no basta con decir Granada. Debo ser más preciso. Sucedió en una cueva del Sacromonte. Llegué empujado por un amigo pintor, que me integró en un grupo donde no conocía a nadie. Así como fue como siete u ocho personas nos sentamos alrededor de una mesa, a la luz de las velas.
A eso de las dos de la madrugada, después de alguna que otra copa (creo que la mayoría tomaba vodka con lima), el tipo que estaba a mi izquierda se pone a cantar (o se arranca que es lo mismo, pero más propio). En diez segundos provocó que mi vello se erizara. Nunca antes había oído a nadie con tanto sentimiento en la voz, ni con tanta fuerza a la hora de transmitirlo. Disfruté con el flamenco como no creí que uno de Bilbao pudiera hacerlo. ¡Ah! Por cierto, ese tipo se llamaba Enrique Morente. Por supuesto que hasta aquel momento no tenía ni repajolera idea de quién era.
Desde entonces, así es como me gusta el flamenco: poca gente, luz tenue, avanzada la madrugada en un pequeño local y un cantaor dejándose la garganta y el alma en el empeño.
No es fácil… lo sé. Sin embargo, a veces esta magia se deja caer por una tabernita del Arenal de Sevilla. Esta foto corresponde a uno de esos momentos en los que el espontáneo cantaor, además se marcó un taconeo. Uno de esos momentos en los que resulta imposible no amar el flamenco.

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