sábado, 27 de octubre de 2018

Novelas por escribir

Soy celoso de mis historias. Con frecuencia suelen decirme que tengo mucha imaginación. En esos momentos asiento con la cabeza y sonrío a sabiendas de que no es cierto… o, al menos, no del todo. La observación y la memoria son posiblemente mis inspiraciones. Sin vida no hay emoción y sin emoción no hay historias dignas que contar. Por eso, suelo dejarme arrastrar por las emociones, subir a los cielos y hundirme en los infiernos, si es necesario.
Muchas de mis tramas son producto de mi manera de contemplar la vida, de hacerme preguntas, de sentirme atraído por personas especiales alejadas de rutinas y pudores. Una de mis frases más repetidas en público es que los escritores debemos hacer verosímil la realidad. Y es así. Muchas de las historias que nos rodean no serían creíbles en un libro si el novelista no las filtrara por el tamiz de la coherencia.
Si me llega una de esas historias, soy celoso de ellas. Las escondo para mí con la ilusión de que un día pueda convertirlas en novelas. Sin embargo, mis arrugas me recuerdan que no podré escribir tantas.
Por eso, esta vez voy a resumir una de esas que habría que maquillar para hacerla creíble. Y como esto no es una novela… todavía, puedo contarla tal cual.
Una tarde de julio vi caminar a tres chicas por Sevilla, muy cerca de nuestro restaurante. Obviamente llamaron mi atención, porque dos de ellas eran gemelas, de una belleza imposible de olvidar. Y por esos avatares caprichosos de ese destino el que no creo pero que se burla de mí en cuanto me descuido, una noche de septiembre, me encontré a una de las gemelas en Santander, en la otra punta de España.
Ha pasado un mes y medio desde su primera respuesta, casi despectiva, a mi saludo. Pero la novela está por escribir. Aunque quizás esta vez sí tenga que echar mano de mi imaginación.

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