Este precioso puente, símbolo del Balmaseda, es uno de los escenarios de mi próxima novela.
Un viejo puente de traza medieval dio la bienvenida a la berlina polvorienta. Sobre su arco central, el más elevado de los tres, un torreón con un templete adosado servía de puerta de entrada a la villa más antigua de Vizcaya. No en vano, Balmaseda pronto cumpliría quinientos años. Comerciantes, mulateros y trajineros, unos procedentes de Castilla y otros de la costa, aguardaban su turno para que el Cuerpo de Guardia les asignara o les cobrara el impuesto aduanero. Bacalao, salmón, sardinas, azúcar o canela se diezmaban en beneficio de las arcas reales. Sin embargo, la mercancía más preciada era la lana que se almacenaba en las lonjas, esperando su embarque en el puerto de Bilbao, después de haberse lavado y tratado en Burgos adonde llegaba desde tierras segovianas.
Atrás acababan de quedar casi siete días, recorriendo caminos y atravesando aldeas, pueblos y ciudades. Siete días repletos de miradas subrepticias y fugaces. Siete días que Pelayo se había pasado en el pescante junto al padre de Isabel, un hombre con poca conversación, entre otras cosas porque era mudo.
Atrás acababan de quedar casi siete días, recorriendo caminos y atravesando aldeas, pueblos y ciudades. Siete días repletos de miradas subrepticias y fugaces. Siete días que Pelayo se había pasado en el pescante junto al padre de Isabel, un hombre con poca conversación, entre otras cosas porque era mudo.
Avanzo un nuevo párrafo de la novela. Aunque la verdad es que me cuesta. Después de tantos meses en los que ha sido sólo mía, hacerla pública me produce una rara mezcla de sensaciones.
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